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Estoy desolado, porque la guerra de Ucrania confirma los mecanismos que describí en Biografía de la inhumanidad. Por debajo de nuestra sofisticada civilización siguen latiendo impulsos elementales. Gwynne Dyer, en su historia de la Guerra, comenta “la variedad de las formas de matar y la monotonía del fenómeno destructivo:” Los habitantes de Dresde o Hiroshima en 1945 no sufrieron peor destino que los ciudadanos de Babilonia en el año 690 a.C. cuando la ciudad cayó el rey Senaquerib de Asiria, quien se jactaba así: “Arrasé la ciudad y sus casas desde los cimientos hasta los techos, las destruí y las hice consumir por el fuego”. (Dyer, G., Guerra, 2007, p. 16). La política ancestral se impone a la política ilustrada. De repente la aparente tranquilidad colapsa. En algunos centros educativos se está estudiando la guerra de Ucrania. Hay que intentar comprender el presente, pero para eso no basta conocer la historia. Hace falta estar dispuestos a aprender de ella, lo que exige método y tenacidad. De eso se encargaría la asignatura de Ciencia de la evolución de las culturas que intento diseñar y promocionar.

Volvamos a la inhumanidad. A comienzos del siglo XX había la convicción de que en un mundo comercialmente tan interconectado una guerra entre naciones desarrolladas era imposible. En 1914, estalló la primera guerra mundial. Wilson se esforzó en crear la Sociedad de Naciones para evitar que la tragedia se repitiera. Pero volvió a suceder. Las guerras las inician los gobiernos, que tienen que movilizar a la población. ¿Podría el pueblo negarse a ir a la guerra? En teoría sí, pero los elementos coactivos del Estado son potentísimos. Una vez puesta en funcionamiento una movilización general, es difícil resistirse. Los movimientos contra la guerra del Vietnam fueron numerosos, pero no evitaron la guerra. Pero el poder tiene otros mecanismos, además de la coerción: la movilización de las creencias y de las emociones. Las herramientas para conseguirlo son fáciles de manejar: control de la información, y creación de un objetivo a odiar: el enemigo. Una vez creada esta figura, es inevitable sentir odio hacia ella.

Las naciones aprenden con mucha lentitud. Por eso, una vez más sueño con una “vacuna contra la estupidez”. La Ciencia de la evolución de las culturas podría serlo.

En Ucrania nos ha conmovido ver a gente tratando a soldados rusos con amabilidad. No creo que dure mucho, porque es difícil matar a quien se tiene compasión. En la Navidad de 1914, más de cien mil soldados participaron en una tregua espontánea, que preocupó a los Estados mayores. Ni entonces triunfó ese movimiento popular ni es de esperar que suceda ahora. Las guerras son toboganes hacia la atrocidad, que es difícil parar. Clausewitz, un reputado teórico militar, lo expresó con dureza: ”La guerra es un acto de violencia y no hay límite para la manifestación de esa violencia”. Pensar que puede haber guerras que respeten los derechos es un intento de tranquilizar las conciencias. Sería como incluir antibióticos en las bombas para que las heridas de metralla no se infectasen. Al comienzo de la segunda guerra mundial se prohibieron los bombardeos a objetivos civiles alemanes, luego se autorizaron por zonas y se consideró que el aire era un segundo frente; más tarde se bombardearon ciudades enteras; Coventry o Dresde abrieron paso a Hiroshima o Nagasaki.

Las naciones aprenden con mucha lentitud. Por eso, una vez más sueño con una “vacuna contra la estupidez”. La Ciencia de la evolución de las culturas podría serlo.