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El caso es que quiero saber más sobre la libertad y no sé a quién dirigirme. La psicología se desentiende de ella, la ética la da ya por supuesta, la ontología carece de finura de análisis. Es un tema que al parecer provoca claras evidencias a todo el mundo, a quienes afirman la existencia de la libertad y a quienes la niegan. Tengo la convicción de que una buena teoría científica tiene que ser capaz de explicar no sólo la experiencia, sino también las falsas inter­pretaciones de la experiencia. En el tema que nos ocupa la situación podría describirse así: estamos determinados por nuestro carácter, por nuestras creencias, por nuestra situación, por nuestros afectos y, a pe­sar de esta acumulación de determinismos, experimentamos, frecuen­temente al menos, que podríamos actuar de manera distinta a como actuamos. Nos sentimos por ello responsables: orgullosos o arrepenti­dos. Toda nuestra organización moral, social, jurídica se basa en el presupuesto de la libertad y la responsabilidad humanas, pero sin que el debate sobre el determinismo se cierre del todo. Los pensadores oscilan entre dos opiniones rotundas: 1) la libertad es un espejismo, 2) la libertad es un acto ontológicamente nuevo. En contraste con es­ tas claras y altaneras afirmaciones, voy a defender una teoría minúscula, sin pretensiones de la libertad, considerándola como una ca­pacidad culturalmente inventada, fomentada, construida y en preca­rio. Me refiero, claro está, a la libertad personal, subjetiva, y no a las libertades sociales o políticas.

 

Volvamos al principio. En este momento puedo continuar escri­biendo este artículo o irme a pasear por el monte. Estoy seguro de que puedo hacer ambas cosas. No estoy obligado a hacer irremediable­ mente ninguna de ellas. Puedo decidir. Más aún, tengo que decidir, y esa decisión es la esencia del acto libre. ¿De dónde vienen entonces los problemas? Pues de una característica peculiar del acto de deci­sión: escapa al análisis. Parece emerger de repente, como un acto fun­dacional, desligado de los antecedentes, principio absoluto de una narración nueva.

 

Voy a observarme con lupa para ver si descubro el momento del salto. ¿Escribiré o pasaré? Lo que veo con claridad es que ninguna de las dos propuestas desencadena automáticamente mi acción. Esta es nuestra situación básica. Nos han abandonado los mecanismos instin­tivos, eficaces y automáticos. Me veo obligado a decidirme. Aunque pretenda no tomar decisión alguna no por ello dejo de actuar, sino que accedo a proseguir lo que estaba haciendo, por ejemplo, estar sentado contemplando el atrayente paisaje y, por desgracia, también mi agenda, que me recuerda mi compromiso de entregar este artículo la semana que viene. Ninguno de los dos proyectos es ejecutivamente eficaz. Ni me lanzan al monte ni me lanzan a la página en blanco. Tengo que entregar el control de mi acción a uno u otro, y eso parece exigir un plus de energía que yo debo conferir a alguno de esos moti­vos. Una vez que lo haya hecho todo estará claro porque podré aducir la fuerza de ese motivo como razón de mi acto. Pero, aparentemente, eso sucede después de que yo haya tomado una decisión y no antes. El motivo no da razón de mi elección, sino que mi elección convierte una incitación en un motivo operante. Hay una brecha entre el motivo y el acto que he de saltar.

 

Ya está. He decidido escribir. De repente. Sin justificación. Porque me ha dado la gana. Esta frase sería la quintaesencia de la libertad si no fuera realmente la negación de la libertad. Sucede que yo no puedo controlar mis ganas y que, si me entrego a ellas, si dejo que guíe mi comportamiento una espontaneidad que no domino, me entrego en manos de fuerzas que desconozco y no controlo.

Algunos psicólogos cognitivos han intentado aclarar el mecanismo de la toma de decisión, con resultados desalentadores: la libertad, di­cen, es una idea contradictoria. Por ejemplo, Marvin Minski escribe:

<<Libre albedrío es el mito de la volición humana que se basa en una tercera alternativa, distinta de la casualidad o del azar. No hay lugar para ella, porque cualesquiera que sean las acciones que «elijamos”, ellas no pueden producir el menor cambio en lo que de otro modo ha­bría sido, porque esas rígidas leyes naturales ya han sido causa de los estados mentales que nos hicieron tomar esa decisión>> (Minski; La so­ciedad de la mente, Galápago, Buenos Aires, 1986).

 

Lo explicaré con más claridad. El acto de decisión que aparece en mi conciencia tiene, como todos los actos conscientes, un antecedente neuronal. La verdadera decisión ha sucedido unas milésimas de se­gundo antes de que yo sea consciente de ella. Este procedimiento no debe sorprendemos. Hace un rato, antes de decidirme a cumplir mis compromisos editoriales, paseaba entre árboles y la rama de uno de ellos estuvo a punto de arañarme un ojo. No pasó nada porque, sin yo darme cuenta, el párpado se había cerrado y este movimiento, automá­tico, basado en una percepción inconsciente para mí, evitó el inci­dente. Los estudios electroencefalográficos han mostrado que unos veinte o treinta milisegundos antes de que se me ocurra hacer un mo­vimiento, se han activado algunas zonas de la corteza premotora del cerebro. Usando una metáfora muy burda, la conciencia queda conver­tida en la pantalla de televisión donde aparece un suceso que ha ocu­rrido realmente en otro lugar, unos instantes antes. El espectador tiene la impresión de que cada imagen que aparece en el televisor está moti­vada por la imagen anterior, pero es falso. Lo que sucede en un plano televisivo no provoca lo que sucede en el plano siguiente. El plano del disparo no produce el plano de la muerte. Cada imagen está causada por el acontecimiento real, que ocurrió a muchos kilómetros de distan­cia. Lo que veo en la pantalla, en cambio, no tiene ninguna influencia sobre lo que sucede en la realidad, va ligeramente retrasado. Para la psicología cognitiva, lo real son los procesos computacionales, que se desarrollan en terrenos inaccesibles, mientras que la conciencia es un mero espectáculo, una visión a distancia que no influye en los aconte­cimientos. No hay razón, pues, para considerar libre a un sujeto que se limita a tomar conciencia de lo que se decide fuera de los límites de su control. El argumento cognitivista parece impecable.

 

No puede argüirse ni siquiera que la conciencia contempla distintas posibilidades y elige, porque esto supone empantallarse en el pro­blema del homúnculo a juicio de muchos cognitivistas. Había que ad­mitir que en alguna parte del cerebro un hombrecillo, sentado a ·los mandos de un mecanismo de control, dirige la conducta. La voluntad sería ese personajillo alojado en el gran personaje que somos. Perso­najillo que debería albergar a su vez a otro mini personajillo que le di­rigiera, y así hasta el infinito. En un reciente texto de psicología se re­sume así el problema: <<What is free will, if not homunculus?» (Barsalou, L.W.; «Cognitive Ps_ychology. An Overwiew for Cognitive Scientists>>, Erlbaum, 1991).

Parece que hemos llegado a un callejón sin salida. Y, sin em­bargo, las cosas no acaban de cuadrar, porque lo cierto es que tenemos la irremediable impresión de que tomamos decisiones. Y tam­bién de que la conciencia es una condición indispensable para poder guiar nuestra conducta, sin que nada nos autorice a pensar que es un epifenómeno lujoso e inútil. No podemos evitar sentirnos protago­nistas de nuestras decisiones, aunque no sepamos explicar cómo las tomamos.

 

Esto me recuerda una anécdota de mi juventud. Cuando aún cursá­bamos los primeros cursos universitarios, tres amigos tuvimos la petu­lante idea de preparar una edición de la Física de Aristóteles. Invita­mos a Xavier Zubiri a una de nuestras reuniones de trabajo, cosa que hizo con gran generosidad. En el curso de la conversación contó un chiste muy apropiado para la ocasión: <<Un borracho está haciendo aguas menores junto a un farol, cuando le descubre un policía, que le increpa diciéndole: «¡Usted no puede hacer eso!», a lo que el borracho contesta: «Pues estoy pudiendo,’>>. Así estamos. Todo parece decirnos que no podemos ser libres y todo parece animarnos a decir «pues es­toy pudiendo>>.

 

Una teoría con pocos humos

Sospecho que hemos sido demasiado ambiciosos al hablar de <<li­bertad>> o de <<acto de voluntad>>. Tal vez ninguno de esos dos fenó­menos sea analizable, y tengamos que cambiar la escala de observa­ción. Las ciencias físicas y biológicas nos han enseñado que no todas las realidades pueden estudiarse en el mismo nivel. Entre el mundo de las partículas elementales y el mundo de los rígidos movimientos astronómicos hay una distancia que complica la vida a los físicos. En el tema que nos ocupa creo que debemos dejar tranquilo por ahora al <<acto libre>> y estudiar el comportamiento libre o, mejor aún, los mo­vimientos autocontrolados. Con esto abandonamos las puras y altane­ras cimas de la metafísica, donde el aire se adelgaza y enrarece, para bajar a las concurridas, azacaneadas e impuras calles de la teoría de la inteligencia.

 

Me gustaría aprovechar una enseñanza de Aristóteles. Estoy seguro. de que su educación platónica Je hizo sentir la llamada de las cumbres, pero supo renunciar a esa vocación de alpinista. Cuando quiso estudiar la conducta ética llevó a cabo su proyecto con un peculiar estilo caute­loso y humilde, mirando más allá o más acá de la problemática estric­tamente moral, y elaborando una teoría del movimiento animal. «El estagirita -escribe Martha Nussbaum- critica a otros filósofos por aislar excesivamente el estudio del ser humano, sin integrarlo en una investigación amplia sobre los seres vivientes. Por tanto, para exami­nar la concepción de Aristóteles sobre la acción, hemos de consultar, no sólo los textos pertinentes de sus tratados éticos, sino también aquellos otros donde se considera la explicación del movimiento y de la acción de los animales en general: el libro 111 del De ánima y una obra dedicada exclusivamente a esta cuestión: el De motu animalium (Nussbaum, M; La fragilidad del bien, Visor, 1995). Voy a seguir un camino parecido.

Quiero recordar también a Bergson que hizo un serio esfuerzo por describir la duración como un carácter intrínseco del yo libre. La du­ ración real en la conciencia no se compone de instantes, sino que es un flujo constante en que el yo y los motivos están en continua varia­ción. Los defensores del salto voluntario -Sartre, por ejemplo­ descuidan este dinamismo constante del sujeto, que me recuerda lo que Heidegger llamó estado de proyecto: estamos lanzados y condenados a proyectar.

Voy a dividir este estudio en dos partes. Primero expondré lo que pienso sobre la libertad. Después, intentaré corroborarlo con la ayuda de psicólogos y filósofos.

El movimiento inteligente

En nuestras antípodas vitales se encuentran la ameba. Para este animal tan simple, no parece haber distinción entre sensación y movi­miento. Estímulo es lo que produce una respuesta, no lo que da ori­ gen a una percepción. Luz y huida son un único fenómeno para la ameba. No hay un intervalo consciente entre ambos sucesos, como no lo hubo entre la sensación inconsciente de la rama y el cierre de mi párpado esta mañana en el bosque. Mi ojo ha visto por su cuenta. Pues igual le sucede a la ameba. Al aumentar su complejidad, los ani­males van construyendo dentro de sí una representación del entorno. Cuando una parte de la piel se especializa en detectar la luz, es decir, cuando aparece el embrión de un ojo, empieza un proceso largo e im­parable hacia una mayor distinción entre lo interno y lo externo. En el proceso evolutivo van apareciendo organismos dotados de mayor control sobre el medio en que viven y de una autonomía más amplia y profunda frente a él. El grado de autonomía y control es un índice de la inteligencia de cada especie (Jerison, H. J., Evolution of the Brain and Intelligence, Academic Press, Nueva York, 1973). Los ani­males más inteligentes tienen un repertorio mayor de respuestas, son capaces de aprender con facilidad y saben resolver muchos problemas nuevos.

Con la inteligencia humana culmina esa capacidad de autocontrol. Por ello, la mejor definición de inteligencia humana que se me ocu­rre es: la capacidad de suscitar, controlar y dirigir las propias opera­ciones mentales. No me estoy refiriendo a fenómenos misteriosos, sino a hechos absolutamente cotidianos. Cuando comparamos nues­tras operaciones mentales (percibir, recordar, atender, calcular, relacionar, usar conceptos, etcétera) con las que realizan los animales superiores, no encontramos grandes diferencias. La distancia entre ellos y nosotros está en nuestra capacidad de controlar, no sólo los movimientos musculares, sino las propias operaciones mentales. Por ejemplo, los animales superiores tienen unos mecanismos de memo­ria parecidos a los nuestros. La gran diferencia que nos separa de ellos proviene de nuestra capacidad para decidir lo que vamos a aprender. Los animales atienden a lo que les interesa, pero lo hacen automáticamente. Nosotros tenemos, además, una <<atención volunta­ria>> que     nos permite dirigirla intencionalmente. Todos los animales mejoran sus habilidades con el ejercicio, pero sólo el hombre puede entrenarse voluntariamente para conseguirlo. Hasta aquí estoy ha­ blando de una mínima habilidad para autocontrolar las propias acti­vidades mentales, habilidad que tal vez empiece como una mera capacidad para inhibir la respuesta.  Este hecho tan sencillo tiene profundas consecuencias. En él veo nuestro primer acto de libera­ción. (Pero ¿qué digo? ¿Acaso la libertad es una liberación?) Conti­núo después de esta impertinente interferencia. A mi juicio, poder detener la respuesta amplía definitivamente el campo de la concien­cia. La ameba no tiene necesidad de ser consciente de la luz peli­ grosa. Le basta con huir. Pero si un estímulo atrayente o aversivo pierde su carácter dinamógeno, si deja de desencadenar la acción, se produce una situación muy peculiar. Soy consciente del estímulo y de su valor, pero permanezco quieto, valorándolo sin ser movido. El estímulo queda frente a mí, y empieza a configurarse como objeto. Creo que a este fenómeno se refiere Zubiri al hablar de la aprehen­sión primordial de la realidad.

 

La importancia de la inhibición para comprender el comportamiento libre la puso ya de manifiesto Locke en el siguiente texto: <<Pues te­niendo la mente en la mayoría de los casos, como se ve en la experien­cia, el poder de suspender la ejecución y satisfacción de alguno de sus deseos, y así de todos, uno tras otro, es libre de considerar los objetos de éstos, examinarlos por todos los lados, compararlos con otros. En esto reside la libertad que tiene el hombre; y por no usar su derecho viene toda la variedad de errores, equivocaciones y faltas en las que incurrimos en la conducción de nuestra vida y en nuestros esfuerzos por procurarnos la felicidad; y así precipitamos la determinación de nuestra voluntad y nos comprometemos demasiado pronto, antes del debido examen. Para evitar esto, tenemos el poder de suspender la prosecución de ese o aquel deseo; como cada uno lo experimenta coti­dianamente dentro de mismo. Esto me parece a mí la fuente de toda libertad; en esto parecería residir lo que se llama (para mí de manera impropia) libre albedrío. Durante la suspensión del deseo, tenemos oportunidad de examinar, considerar y juzgar lo bueno y lo malo de Jo que haremos; y cuando, basándonos en el debido examen, juzgamos que hemos cumplido con nuestro deber y hecho todo lo que podíamos o debíamos hacer en prosecución de la felicidad; y no es una falta sino una perfección de nuestra naturaleza desear, poder y actuar de acuerdo con el último resultado de un análisis justo>> («Ensayo sobre el conoci­miento humano», 11, XXI).

Locke corre demasiado. La inhibición es sólo un antecedente lejano del comportamiento libre. Tiene que ir unido y prolongado por la ca­pacidad para iniciar y controlar las operaciones mentales. Los datos neurológicos de que disponemos favorecen esta explicación, porque el bebé tiene que ser capaz de inhibir los movimientos espontáneos para poder aprender sistemas más refinados de control.

En Teoría de la inteligencia creadora describí la estructura proyectiva de la inteligencia. Lo que está en el origen del comporta­ miento inteligente es la capacidad de manejar irrealidades, es decir, información fuera de contexto, y, en segundo lugar, la facultad de entregar el control de nuestros actos a un proyecto inventado por no­sotros. Ya sé que esta doble capacidad de autodeterminarse -inven­tar proyectos y obedecerlos- puede ser tan sólo el resultado cons­ciente de mecanismos no intencionales. Sin embargo, creo que incluso un mecanismo no libre, pero consciente y capaz de aprender, puede ir construyendo un modo de conducta al que podemos llamar libre. Tal vez la libertad sea una habilidad aprendida y trabajada du­rante milenios. Una larga historia habría hecho posible nuestro com­portamiento. El proceso pudo suceder de esta manera: los estímulos perdieron el poder de desencadenar la respuesta motora, porque nuestro antepasado aprendió a inhibirla. Esto es la autodetermina­ción en estado embrionario. Su utilidad para la supervivencia debió favorecer la ampliación de esta facultad. En el niño, comprobamos que las actividades físicas pueden interiorizarse. El hombre primi­tivo pudo interiorizar su recién aprendida habilidad de desencadenar e inhibir las respuestas musculares y aprender a controlar las opera­ciones mentales. Esto supone obtener cierto dominio sobre la infor­mación, porque al dirigir las operaciones también dirige la informa­ción que esas operaciones producen. De igual manera que los mecanismos sensitivos aferentes me permiten ajustar mi movimiento muscular, así también los fenómenos conscientes actúan como meca­nismos aferentes de mis operaciones mentales. Son el feed back que permite el ajustamiento preciso a la tarea. La conciencia se convierte en intermediaria de la libertad. Cuando el sujeto puede entregar el control de la acción a un proyecto mantenido en estado consciente, actúa con libertad. Ser libre inconscientemente es una contradicción.

No hay homúnculo, ni yo ejecutivo con entidad separada. Hay sólo una inteligencia computacional capaz de dirigir su propia acción por medio de información en estado consciente.

En este apartado sólo quiero llamar la atención sobre algo que se ha olvidado. No podemos distinguir voluntad e inteligencia como facultades separadas. La capacidad de autocontrol no es marginal a la inteli­gencia humana, sino constituyente de ella. Es la capacidad de dirigir y controlar las operaciones mentales lo que separa nuestra inteligencia de la inteligencia animal. Sólo intereses teóricos, necesidades del aná­lisis, presiones culturales nos han llevado a distinguir dos facultades donde sólo había una, con consecuencias no muy buenas.

El origen social de la inteligencia voluntaria

La inteligencia humana es una capacidad individual hecha posible por la sociedad. No ocurre lo mismo con la inteligencia computacional animal, mucho más independiente de la interacción con el grupo. Al atribuir a la sociedad la creación de la inteligencia, conviene hacer al­gunas precisiones para no caer en un círculo vicioso comparable al que lía gran parte de las discusiones sobre el origen del lenguaje. Si el lenguaje es necesario para pensar, el ser humano no ha podido inven­tar el lenguaje porque necesitaría poseerlo previamente para poder pensar en él. Lo mismo sucedería con la inteligencia. Sólo porque los miembros del grupo son ya inteligentes el grupo podría aumentar la inteligencia de los individuos.

La solución no está en admitir unas propiedades emergentes de la sociedad, sino una construcción lenta, compartida, de habilidades que fueron transmitiéndose por educación. <<El hombre sólo puede llegar a ser hombre a través de la educación -reconoce Kant-, sólo es lo que la educación hace de él>>. Añade algo que tiene mucho que ver con nuestro tema: la disciplina es lo que primeramente <<transforma la animalidad en humanidad>>.

Voy a defender que la facultad de obrar libremente es una capacidad aprendida, parte de la herencia social, insegura, chapucera, pero de re­sultados magníficos. Todos somos protagonistas de este proceso de in­vención, consolidación y transmisión de la libertad subjetiva (también de la social o política, pero este no es nuestro tema) y podemos perfeccionarla o degradarla. La libertad no es una realidad estable, una propiedad real del ser humano, sino una posibilidad inventada, cultu­ralmente inducida, aprendida, y, por tanto, sometida a alteraciones, a pleamares y bajamares.

El niño tiene que aprender los mecanismos de su autocontrol. En un reciente libro, Allan Sroufe, un prestigioso psicólogo infantil, es­ cribe: <<En contraste con la situación del bebé, a la que paradójica­ mente se denomina autorregulación guiada, en la edad preescolar se espera que el niño de nuestra cultura asuma un papel mayor en la autorregulación de las emociones y los impulsos. La tarea comienza con­ teniendo, modificando y redirigiendo los impulsos, aunque sea brevemente, sin una supervisión inmediata del adulto. Tienen que internalizar las normas para el control de la conducta y comportarse de acuerdo con esas normas, incluso inhibiendo impulsos poderosos. También de manera creciente tienen que protegerse a ellos mismos de ser sobrepasados por los estímulos o las influencias desorganizadoras de los propios sentimientos. Se espera que el niño sepa manejar la frustración y modular sus expresiones emocionales>> (Emotional Deve­ lopment; Cambridge University Press 1996).

 

La psicología evolutiva se ha sentido tan fascinada por la evolu­ción de la inteligencia que ha dejado en segundo plano lo que me pa­rece el carácter diferencial de la inteligencia humana: la capacidad de autocontrol. La inteligencia humana es la inteligencia animal transfigurada por la autodeterminación. Es un modo distinto (voluntario en embrión) de manejar las operaciones mentales. La culpa de la confusión la tuvo una prematura separación de inteligencia y vo­luntad a la que ya me he referido. Un niño aislado del resto de la humanidad no sabría liberarse de la tiranía del estímulo. La inteli­gencia humana se construye dialógicamente. El niño aprende a con­trolarse obedeciendo órdenes de su madre. AJ crecer conserva la es­tructura dual de control (emisor de órdenes-receptor de órdenes), pero la mantiene dentro de sí mismo. No es la única actividad dual que el niño aprende e internaliza; la pregunta es otra técnica dialógica. El niño pregunta y el adulto responde. Pues bien, ese método va a internalizar y lo usaremos con nosotros mismos, lo que no deja de ser sorprendente. ¿No es ocioso dirigirme a mí mismo una pregunta? Yo soy quien pregunta quién sabe la respuesta y quien responde. ¿A qué viene ese juego de duplicidades? Daniel Dennet, un divertido e inteligente filósofo, se ha hecho esta misma pregunta y la ha respondido suponiendo que a lo largo de la evolución el hom­bre se acostumbró a pedir ayuda e información a su prójimo, <<hasta que una vez la criatura percibió que se había producido un «inesperado» cortocircuito en esta relación social: «pidió ayuda en una cir­cunstancia inadecuada cuando no había oyentes que pudieran escu­char y responder a su requerimiento ¡salvo él mismo! Cuando el hombre oyó su propia súplica, la estimulación provocó la clase de respuesta «útil» que hubiera provocado la súplica de otro, ¡y para su delicia la criatura comprobó que había inducido Ja respuesta a su propia pregunta>>. Había descubierto la utilidad de la auto estimulación cognitiva. (Dennet, D.: <<Why do we think what we do about why we think what we do?>>, Cognition, 12t 1982, pp. 219-237; <<ln­ tentional Systems in Cognitive Ethology: the Panglosian Paradigm defended», Behavioral and Brain Sciences, 6, 1983, pp. 343-390).

 Esto supone la utilización del lenguaje como <<sistema artificial de estímulos>>, algo parecido a lo que Pavlov denominó segundo sistema de señales. Vigotski mejoró la teoría al considerar que el gran salto de la inteligencia se consigue mediante el aprendizaje social de los instrumentos para controlar nuestra conducta, en especial los signos.

«Un signo -escribió- es siempre originariamente un instrumento usado para fines sociales, un instrumento para influir en los demás y sólo más tarde se convierte en un instrumento para influir en uno mismo».

 

Afortunadamente, comienza a estudiarse seriamente la evolución de los sistemas de autocontrol. A1lan Schore resume las investigacio­nes más recientes en un interesante libro titulado Affect Regulation and the Origin of the Se/f (Lawrence Erlbaum, Hillsdale, 1994). En la mitad del segundo año de vida hay un aumento significativo en la autorregulación, que refleja la maduración estructural de las áreas fron­tolímbicas derechas del cerebro y la emergencia de una inhibición más eficiente, que subyace a las capacidades reguladoras. <<Este desa­rrollo -escribe- está influenciado por las transacciones verbales diádicas afectivamente cargadas, un proceso atencional que sirve de andamiaje para el aprendizaje del habla. Las comunicaciones sociali­zadoras de la madre, usadas para inhibir y dirigir las acciones del bebé, son expresadas mediante patrones prosódicos que enfatizan afectivamente los sucesos importantes y modulan la atención del niño».

 

Aprendiendo la obediencia

 

Aparece así uno de los sucesos más paradójicos de la vida humana. El niño aprende su libertad obedeciendo la voz de la madre. Para de­cirlo con engolamiento técnico, la heteronomía es el paso obligado para llegar a la autonomía. Lo que llamamos voluntad adviene al niño desde fuera. Creo que Vigotski fue el primero en señalar que el len­guaje reestructura todas las funciones mentales. La madre no sólo in­troduce orden en el mundo objetivo, sino también en la subjetividad sin sujeto todavía del niño. Le ayuda a convertirse en autor, a dejar de ser un conjunto de ocurrencias apócrifas. Ya no se trata sólo de transmitirle información heredada, sino de transformar su modo de manejar esa información. Va a tener lugar el gran empujón que liberará al niño del estímulo, reorganizando su atención enseñándole a dominar sus ocurrencias en un maravilloso proceso educativo donde el niño aprende a ser inteligente, o lo que es igual, a ser libre. La capacidad de suscitar, dirigir y controlar los acontecimientos mentales -lo que he llamado inteligencia humana- surge en situación social. Fuera de ella permanece siendo tan sólo una posibilidad virtual. De ahí la radical in­tegración de los demás hombres en la textura de mi propio ser perso­nal. La radical menesterosidad del ser humano, su inevitable condi­ción de prematuramente nacido, exige elaborar una nueva noción de persona, en la que los demás hombres tienen una función mediadora, instrumental si se quiere. Sólo la presencia del otro permite al niño adueñarse de sus actos y actualizar su posibilidad fundamental, que es ser inteligente y libre.

 

Continuaré describiendo el proceso. Desde muy pronto, el bebé atiende a las órdenes de la madre, que suelen ser llamadas de atención. La madre enhebra su palabra en la inestable atención del niño con una habilidad de costurera experta. El niño se suelta y ella lo enlaza de nuevo. La atención infantil es todavía precaria y resulta perturbada por cualquier otro estímulo. Por ejemplo, si al escuchar la voz el niño está realizando una acción, la inercia de lo que hace es demasiado fuerte y le impide cumplir la indicación verbal. Poco a poco aprende a ser un ejecutor más hábil de las instrucciones maternas. A los dos años o dos años y medio la eficacia de la palabra es aún débil y el niño necesita que una indicación verbal esté apoyada visualmente. Necesita ver lo que tiene que hacer. A los tres años ha avanzado un poco más en el dominio de su comportamiento y puede someterse a una instruc­ción verbal pura, aunque surgen todavía problemas si la instrucción verbal entra en conflicto con la percepción visual. Las cosas que ve resultan demasiado poderosas, y sólo unos meses después, precisa­ mente cuando maduran las estructuras de los lóbulos frontales, el niño puede regular plenamente sus movimientos atendiendo a instrucciones verbales.

El niño aprende así a unificar su conducta, a dirigir y controlar sus comportamientos de acuerdo con las órdenes transmitidas por el len­guaje. Se convierte en un yo ejecutor. Le falta dar e] último salto, que el convertirá en autor de su propio papel, y a ese tránsito también le ayudará el lenguaje. El niño aprende a hablar y a darse órdenes a sí mismo. Me gustaría decir que «interioriza la voz de la madre>> y lo haría si no temiera que se buscase en esta frase un significado psicoa­nalítico.

Kant se refería a esto en el texto que cité antes. Lo que el niño, carente de instinto, no puede hacer por sí mismo <<es necesario que otros lo hagan por él» y de ese modo «una generación enseña a la otra». Por ejemplo, a ser libre.

El habla interna, lenguaje de la libertad 

El proceso de interiorización pasa por un periodo en que, hablando metafóricamente, el niño es una persona compartida. Es actor de sus actos, pero la iniciativa procede de la madre. El acto voluntario es también compartido. La madre manda y el niño obedece. Su gran pro­eza educativa consiste en convertir al niño en autor y hacerle tomar iniciativas. Se trata de inducir en el niño la autodeterminación cons­ciente, y esto sucede en un admirable proceso de colaboración mutua. Se ha estudiado el comportamiento y las interacciones entre madre e hijo cuando realizan una tarea común, como hacer un rompecabezas o montar un juego de piezas. A los dos años y medio la interacción se interrumpe constantemente porque el niño parece categorizar los objetos de la tarea de modo peculiar, que no casa con el de su madre. Hay que tener en cuenta los gigantescos problemas que plantea la comprensión de las palabras. El niño, que las aprende en un contexto, tiene que saber sacarlas de él, para poder utilizarlas en otro contexto diferente.

Realiza, sin duda, una pasmosa hazaña cuando aprende a invertir los pronombres personales y a entender <<YO>> cuando la madre dice «tu». Salir de su mundo privado le es costoso, pero a los tres años y medio estos problemas están resueltos. El niño y la madre colaboran en la misma acción. Con una sabiduría educativa prodigiosamente su­til y eficaz, que todos deberíamos copiar a todos los niveles, poco a poco la madre va dejando al niño el control de la acción. Wertsch, Minick y Arns han estudiado el modo como llevan a cabo esta tarea independizadora madres de distintos niveles educativos. Las que per­tenecían a grupos sociales poco escolarizados delegaban con más di­ficultad la dirección de la actividad. Consideraban que lo importante era que el trabajo se hiciera, y no que el niño aprendiera a hacerlo. La noción de independencia y libertad, incluso a este nivel tan elemental y poco teórico, exige cierta elaboración reflexiva que la educación fa­vorece («The Creation of Context in joint Problem Solving», en Ro­goff y Lave, comp., Everyday Cognition: lts Development in Social Context, Harvard University Press, 1984).

Al aumentar su destreza, aparece ese fenómeno enigmático que es el habla interior. Empezamos a hablarnos a nosotros mismos y ya no paramos. El niño comienza hablándose en voz alta, acompañando la acción con la palabra y repitiendo, desde su propia perspectiva, las indicaciones que su madre le dirige. Los comentarios que el niño se hace le sirven para dirigir la acción, fijar la atención, expresar sus dificultades, darse ánimo o hacerse advertencias. Comienza a emer­ger un yo ejecutivo, autor, director, controlador, poético, libre o como quiera llamársele, que introduce orden en sus propias ocurrencias.

Aunque el niño culmina la interiorización del lenguaje hablán­dose en silencio, vuelve a hablarse en voz alta cada vez que la tarea le plantea problemas especialmente difíciles, comportamiento que conservamos todavía los adultos. Lo que no desaparece ya es el diá­logo interior del hombre consigo mismo. ¿Por qué ese interés en contarse lo ya sabido? ¿Cómo ayuda el lenguaje a la acción? ¿Cómo colabora el lenguaje a la libertad? La estructura dialógica de nuestra inteligencia y su relación con el comportamiento voluntario ha sido reconocida siempre. En Platón, se habla del alma conversadora:

<< ¿Cede el alma, acaso, a las afecciones del cuerpo o se opone a ellas? Reprime unas cosas, con excesivo rigor y por medio de sufri­mientos; otras, en cambio, con más blandura, en parte con amena­ zas, en parte con consejos; en fin, conversa con los deseos, las cóleras y los temores, como si ella fuera diferente y se tratara de otros seres>> (Fedon, 94).

La construcción del yo

Lo que estoy defendiendo es que tanto el yo como el comporta­miento libre son creaciones subjetivas inducidas y posibilitadas por la interacción social. Ambas cosas -yo y comportamiento libre- van unidas porque ambas se refieren al control de los actos. Creo que tiene razón Daniel Dennett al relacionar el tema del yo con el de control:

«Un yo, ante todo, es un lugar de autocontrol. Soy la suma de las par­tes que controlo directamente. El individuo humano comienza la vida con un problema: aprender a controlarse a sí mismo. Como en todos los problemas se parte de una determinada posición, con determinados recursos, que luego deben ser ajustados y combinados para obtener una solución>> (La acción libre, Gedisa, 1992, p. l 00).

 

Para los versados en esos temas, añadiré que ese yo es un sujeto real: el conjunto de capacidades de autodeterminación, sobre el cual se construye otro yo reflexivo, pensado, contribuido también, al que los psicólogos anglosajones suelen llamar <<self>>. Charles Taylor, que desde el campo de la ética también ha escrito sobre la construcción del self, sostiene la tesis de que los seres huma­ nos son animales que se autointerpretan, criaturas cuya identidad per­sonal depende de su orientación hacia concepciones del bien que deri­van de la matriz de su comunidad lingüística y de su vinculación a dichas concepciones. Lo que me interesa de este autor es su énfasis en que la identidad del yo humano se halla vinculada a la idea que el yo tiene del sentido y del significado de los objetos y de las situaciones

que encuentra en su vida.

Menciono este asunto como un dato más para explicar que me muevo dentro de una teoría constructiva, creadora, autopoiética del ser humano. A partir de sus prioridades reales, la inteligencia va in­ ventando posibilidades reales: el yo, la libertad, la racionalidad, el ca­rácter personal.

 

El proyecto de ser libre

El punto decisivo de mi argumentación es éste: el ser humano, do­tado de unas capacidades minúsculas de autodeterminación, inventa el proyecto de ser libre, proyecto que puede derivar de los mecanis­mos automáticos a que he hecho referencia pero que de alguna ma­nera los anula. No se trata de un proyecto abstracto, que maneje grandes valores, sino del proyecto pragmático de liberarse de las coacciones. Acabo de leer el libro de Philippe Meyer titulado La ilu­sión necesaria (ArieI, 1996) en el que mantiene que la libertad hu­mana es eso, una ilusión necesaria. Creo que no tiene razón porque confunde <<ilusión>> con «proyecto». Hablar de libertad es contar la historia de una liberación. El proyecto de conseguir la libertad rompe la coherencia del determinismo. Aprovechar sus fuerzas para volverse contra él.

Albert Bandura sostiene con razón que no hay incompatibilidad entre libertad y determinismo, porque la libertad no es ausencia de influencias, sino ejercicio de autoinfluencia. Las personas no están impulsadas por fuerzas internas, ni controladas por estímulos exter­nos, sino que funcionan por implicación recíproca de ambos facto­ res, mediante los mecanismos psicológicos de simbolización, antici­pación, autorregulación y autorreflexión (Bandura, A., Teoría del aprendizaje social, Espasa Calpe, Madrid, 1987). Dennet resume con claridad una idea que he mantenido en este trabajo. <<Es muy probable -escribe- que el hecho de creer que se tiene libre albe­drío sea una de las condiciones para tenerlo: un agente que gozara de las otras condiciones necesarias -racionalidad y capacidad de autocontrol y de introspección de orden superior- pero que fuese inducido engañosamente a creer que carece de libre albedrío, estaría tan inhabilitado por dicha creencia para elegir libre y responsa­blemente como por la falta de cualquiera de las otras condiciones>> (p. 19) ).

 

Al escribir Ética para náufragos me tropecé con un problema que no había sospechado. En nuestra cultura damos por supuesto que la libertad humana es un bien a proteger, hasta tal punto que puede ser­virnos de criterio para juzgar las acciones. Por eso nos parece ofen­siva la actitud desdeñosa de Skinner, al querer ir más allá de la libertad y la dignidad. En todo el argumento que estoy exponiendo resuena una suposición: el ser humano ha evolucionado porque in­tenta realizar un «proyecto de ser libre>>, que le parece deseable.

¿Pero por qué se lo parece? ¿Por qué valoramos tanto esa propiedad?

No es evidente que lo sea. Podríamos ser inteligentísimos sin ser li­bres. Como los ordenadores. Podríamos disfrutar de todos los place­res sin ser libres.

El ser humano se mueve por motivos, por fines, por valores. Lo que deseamos aparece dotado de un valor, vivido en el acto mismo del de­ seo. El paso a la acción es entonces fácil porque aprovechamos el im­pulso de la misma tendencia. Tenemos, sin embargo, otro modo de di­rigir nuestro comportamiento. No sólo sentimos valores, sino que también los pensamos. Es decir, podemos inventar o contemplar valo­res que consideramos buenos, que deberíamos apreciar vitalmente, pero para los cuales aún no tenemos los deseos apropiados. Estos va­ lores pensados están relacionados con nuestras necesidades y deseos, porque de lo contrario no podrían movernos, pero lo están mediante lazos fríos o complejos. La inteligencia permite ampliar conceptual­ mente el campo de la afectividad, inventando proyectos que nos sedu­cen, sí, pero desde lejos. La posibilidad de entregar el control de nues­tra acción a valores sentidos o a valores pensados es lo que nos permite hablar de libertad.

 

Así pues, considero que la libertad comienza siendo un valor in­ ventado por una inteligencia que se autodetermina y que acomete el proyecto de ser libre. Todas las sociedades han estado interesadas en fomentar este proyecto, porque la creencia en la libertad resulta muy útil para la convivencia. En ella se basa la responsabilidad de los actos y la posibilidad de que el sujeto se dirija a sí mismo me­diante la obediencia a las leyes. Es cierto que en todas las culturas se admiten casos de pérdida de control, pero ninguna, que yo sepa, ha afirmado la absoluta irresponsabilidad de todos sus miembros. La enseñanza social se ha interesado más por precisar los impedi­mentos a la libertad que sus caracteres positivos. Estos obstáculos pueden resumirse así:

 

  1. l) El sujeto no sabe lo que puede, debe o quiere
  • El sujeto sabe Jo que quiere hacer, pero no se
  • El sujeto sabe lo que quiere hacer, pero no le vale la pena el es­fuerzo de
  • El sujeto es incapaz de controlar sus

 

La carencia de libertad puede deberse, por lo tanto, a una falta de conocimiento, de valentía, de motivación, o de control.

Este planteamiento está corroborado por la historia de las religio­nes y de las legislaciones de todo tipo. Todas las sociedades consi­deran que son malos los sentimientos que anulan la libertad. Esta fue la gran preocupación de la época griega, del pensamiento orien­tal, de muchas de las grandes religiones. El griego siempre había sentido la experiencia de la pasión como algo misterioso y aterra­dor. Aristóteles compara al hombre en estado de pasión con los que están dormidos, locos o embriagados: su razón está en suspenso. Incluso enamorarse viene a ser sinónimo de enloquecer; estar loco es estar enamorado. La locura implica el alejamiento de la normali­dad, la entrada o la permanencia en una situación de comunidad es­ trecha con otro ser, el deseo de incorporarlo. El hombre enamorado vive dentro de un mundo extraño, semidivino, ajeno a la hro­ sune de la norma tradicional. Es como el poeta aphron (fuera de ra­zón), enthe<s (lleno de Dios), kátokhos (poseso). Como la bacante. como el adivino, como el profeta, como el guerrero, como el simple demente. Estos estados tienen una doble vertiente. De un lado pro­vocan admiración, los que están inmersos en ellos sufren y hacen cosas extraordinarias. De otro, provocan miedo, sospecha, crítica: son algo que sí fuera general haría imposible toda vida social. Va contra el ideal de la sophrosune: templanza, mesura. Indican debilidad, no saber controlar las fuerzas extrañas que se apoderan del in­ dividuo. Se les perdona, por ello, más fácilmente a las mujeres, que el tópico considera débiles, expuestas a toda clase de pasiones y apetencias, que a los hombres. El enfermo de amor puede romper todas las convenciones sociales -entre ellas, el matrimonio-, co­metiendo adulterio. Puede romper los límites entre parientes, come­ tiendo incesto; los límites entre el hombre y Dios, el hombre y el animal. Puede, por deseo exasperado o por celos, cometer toda clase de excesos: abusos, crímenes, venganzas, suicidio. La trage­dia recoge muchas de estas historias. Y puede realizar, también ac­ciones excelsas.

 

Libertad significaba autonomía. El sabio griego deseaba ponerse a salvo de la tiranía de las cosas. No quería que le perturbasen ni la posesión ni la carencia. Por ello predicaba el desinterés, la ataraxia, la apatheia. Si todo lo que deseo me esclaviza, es mejor no desear nada. Si la esperanza es madre de la decepción, mejor vivir sin es­peranza.

 

Esta última aspiración a la autosuficiencia y la libertad está pre­sente en muchas filosofías orientales. Dice Sri Khrisna: <<Aquel que vive desprovisto de toda ansiedad, libre de deseos y sin sentido del yo y de lo mío, alcanza la paz». El itinerario propuesto por Patanjali, padre de la filosofía yoga, aspira a conseguir la liberación del hombre de su condición humana, conquistando la libertad absoluta. El pro­ fano está <<poseído>> por su propia vida, el yogui rehúsa <<dejarse vi­vir>>. Al flujo caótico de la vida mental, a la aparición incontrolable de las ocurrencias, responde con la fijación de la atención en un solo punto, primer paso hacia la retracción definitiva del mundo de los fe­nómenos. Para los occidentales, que concebimos la vida afectiva como aquello en que personalmente estamos implicados, nos resulta difícil saber qué tipo de emociones puede experimentar un sujeto que no tenga sentido del yo.

 

En el] fondo de todas estas teorías está la creencia de que, una vez superados los obstáculos -la ignorancia, el miedo, el dolor, las pasio­nes-, el comportamiento humano adquiere una cualidad nueva, a la que podemos llamar, por ejemplo, libertad. Por eso, los filósofos anti­guos, a quienes preocupaba sobre todo la acción, no prestaron mucha atención a la teoría de la libertad, sino a su práctica. Libre es el modo de obrar del ser humano cuando se ha liberado de la ignorancia y del miedo, cuando es capaz de soportar el esfuerzo y de dominar las pa­siones. Aún recuerdo la impresión que me produjo, en mis años uni­versitarios, una frase que leí en la Historia de La filosofía de Emile Brehier. Decía poco más o menos: <<Mientras en Europa se debatía sin­ que los sabios hindúes habían descubierto las técnicas para que el alma obrara sobre el espíritu y viceversa>>.

Algo semejante estoy defendiendo al introducir la teoría de la liber­tad dentro de una historia del aprendizaje, y al considerar que la vo­luntad no es una facultad, sino una destreza aprendida: una teoría práctica de la libertad.

 

Diálogo con los filósofos

Hasta aquí lo que pienso sobre la libertad. Me interesa ahora saber si esta teoría es capaz de explicar los fenómenos descritos por los filó­sofos; de asimilar los datos conseguidos por los psicólogos y de resol­ ver los problemas de tipo práctico o teórico relacionados con la liber­tad. Se trata de comprobar la consistencia de mi teoría.

Como filósofo mencionaré en primer lugar a Kant. Kant habla de la libertad en dos sentidos. Hay, dice, una idea transcendental de la liber­tad en dos sentidos. Hay, dice, una idea transcendental de la libertad, no sacada de la experiencia. <<La razón crea la idea de una espontanei­dad capaz de comenzar a actuar por sí misma, sin necesidad de que otra causa anterior la determine a la acción en conformidad con la ley del enlace causal>>. (KrV, B 562). Esta idea transcendental (que fun­ciona aproximadamente como un proyecto de ruptura) sirve de funda­mento al concepto práctico de libertad, que es <<la independencia de la voluntad respecto de la imposición de los impulsos -de la sensibili­dad>>. Esto es lo que le lleva a decir, que <<una acción virtuosa es siem­pre una acción moralmente buena, que se realiza, o por lo menos se ha realizado, sin gusto>>.

 

La voluntad es la facultad de fines, la facultad de desear, en cuanto que es determinada sólo por conceptos, es decir, por la representación de obrar según un fin. Pero la voluntad se propone algo porque res­ponde a su propia legislación, a la ley que la razón dicta. La ley es, por tanto, en cuanto razón práctica, quien prescribe esa ley que determina la finalidad.

 

Aquí aparecen todos los conceptos que he manejado en este estudio, aunque con diferentes ubicaciones teóricas. Para Kant los actos pue­ den ser: l) determinados por las tendencias sensibles, 2) determina­ dos por conceptos. La libertad práctica consiste en independizarse de la imposición de los impulsos de la sensibilidad.

 

En la versión que he propuesto, la autodeterminación permite inhi­bir y obedecer órdenes propias, promulgadas como proyectos. Estos proyectos pueden concretar valores vividos (los impulsos de la sensi­bilidad de Kant), o valores pensados (los conceptos kantianos). Hay un proyecto de ruptura (la idea transcendental) que se propone alcan­zar la libertad. Este proyecto intenta realizarse de dos maneras al me­ nos (concepto práctico de libertad): 1) liberándose de las coacciones,

  • sometiéndose a las normas de la razón.

 

Creo que Kant confunde dos momentos del análisis. La capacidad de regirse por valores pensados es anterior y diferente al regirse por la razón. La razón es fruto de esa capacidad, porque es también un pro­yecto de la inteligencia. Consiste en entregar el control de mis opera­ciones mentales a las reglas de la lógica formal. Otra cosa es el uso ra­cional de la inteligencia, otro proyecto de la inteligencia, que consiste en la búsqueda de evidencias universales, como he contado en Ética para náufragos.

 

Además, la oposición kantiana entre las tendencias y la razón, que le obliga a negar la posibilidad de una acción moral fruitiva, es infun­dada. La razón puede considerar que lo más razonable en un caso dado sea seguir los impulsos. No hay que olvidar que los valores pen­ sados reciben su fuerza motivadora de alguna tendencia lejana.

 

La teoría tomista de la voluntad como tendencia racional, me parece más exacta. La inteligencia se encargaría de prolongar, criticar, refor­zar, completar las tendencias, mediante e) descubrimiento o invención o recepción de valores pensados.

 

La falta de voluntad

 

Los filósofos antiguos y modernos, y también los psicólogos, se han interesado por la ausencia o debilidad de la voluntad. Los griegos lo llamaban akrasia, que suele traducirse por <<incontinencia>>. Se da en aquellos casos en que el sujeto cree que es mejor hacer una cosa, pero hace otra. Aristóteles caracteriza al hombre incontinente como alguien que abandona su elección (1151 a) o como alguien que abandona la conclusión a la que ha llegado (1145 b) pero también con frecuencia como el que hace lo que sabe que es malo (1134 b) o está convencido de que debe hacer una cosa y sin embargo hace otra (1146 b). ¿Qué le sucede al akrates? Para los pensadores griegos resultaba desconcer­tante la conducta del débil de voluntad, es decir, de aquel que sabiendo lo que es conveniente hacer no llega a decidirse por ello, por­ que en esos casos desaparece el nexo lógico entre el conocimiento de lo bueno y su realización voluntaria.

 

Aristóteles intentó resolver el problema apelando a los hábitos. Quien se deja llevar por la pasión es el que no ha llegado todavía al conocimiento actual y suficiente de las premisas de su actuación, aun disponiendo de las nociones generales correspondientes. El akrates admite en general que lo que hace es malo, pero al figurar tal saber sólo como premisa indeterminada de una actuación, es insuficiente para formar el juicio directivo de la acción, pudiendo ésta dejarlo en suspenso. A lo que el apetito se opone es a la elección, en la medida en que contiene un componente no cognoscitivo (EN,1111 b, en E.E. 1227), la elección es doxa bouletike, pero también orexis bou/etike.

 

Para Davidson, lo que hay en el ácrata no es un déficit de motiva­ción, sino una dificultad de traducir su motivación en la intención que inicia la acción. La voluntad se caracteriza como un enlace, no nece­sario, entre una motivación y una acción. Parece que el ácrata se deja llevar de la motivación. Esta explicación me parece que no explica nada, porque se trata de que en el sujeto se dan distintas motivaciones: quiero ser honrado y quiero hacerme rico rápidamente. Tiene que ha­ber una motivación que permita elegir entre una y otra. Creo que son unas metamotivaciones, programas de superior nivel, donde figuran reglas como <<quiero ser libre», <<quiero ser bueno», etcétera.

 

En el planteamiento kantiano la oposición se da entre el respeto, co­rrelativo de la conciencia de la ley moral, y la determinación de la vo­luntad por la ley, no garantizada por el sentimiento de respeto, con el cual pueden contender otros sentimientos. El problema está en cómo hacer compatible el respeto a la ley, capaz por sí solo de doblegar to­ dos los sentimientos procedentes de las inclinaciones, con la indeterminación y eventual debilidad de la voluntad.

 

Creo que hay otra explicación más plausible. La noción de «bien>> se da en dos planos distintos. Uno es el plano vivido, en el que se ac­tualiza la fuerza del móvil (llámese deseo o tendencia o impulso), el otro es el plano pensado, que tiene sin duda relaciones con lo que inte­resa al sujeto, pero unas relaciones mediatas, que muchas veces son una larga cadena de razonamientos, a través de los cuales se trasmite difícilmente la fuerza del deseo. Al fumador que está deseando fumar un cigarrillo, es decir, que vive el atractivo de fumar, le resulta difícil atender a un razonamiento que Je pronostica un posible y lejano cán­cer de pulmón. Desde este punto de vista el problema de la libertad, subjetivamente considerado, puede identificarse con el problema de la libertad, subjetivamente considerado, puede identificarse con el pro­blema de cómo preferir el control de los proyectos pensados sobre los deseos vividos. (Por supuesto, el proyecto pensado puede consistir en consentir al deseo, lo que ya es un acto distinto de dejarse arrastrar por él.) Kant pensó que gracias al sentimiento de respeto.

 

Han sido los psicólogos preocupados por la clínica o por la edu­cación los que han estudiado mejor este tema. ¿Cómo se puede for­talecer la capacidad de entregar el control a los valores pensados?

¿Cómo convertir la motivación más débil en el principio intencio­nal de la acción autocontrolada? Probablemente haya que basarse en una motivación para el autocontrol (lo que he llamado una meta-motivación). Según Melé, el autocontrol aparece, así como el único expediente para invertir la fuerza motivación de las acciones respectivas en el momento en que aparecen en litigio y ajustarla a la evaluación previa. <<A self-controlled person is disposed to bring hís motívatíons into líne with his evaluations and to mantain that alignment.>> La motivación de Jo irracional está en la falta del mo­mento de autocontrol, que es el único capaz de impedir que las evaluaciones sean deformadas por las motivaciones momentáneas y variables.

 

Para Benson, la irracionalidad de la falta de autocontrol procede de que la voluntad no puede desear en un acto reflejo -objetivando su razón evaluativa- aquello mismo que está deseando con inme­diatez. Es decir, sus valores pensados no coinciden con sus valores sentidos. Autocontrol no es sólo poder querer lo que uno desea, sino ante todo poder mantener los valores que guían su elección. De aquí que el único lenguaje aproximativo apto para describir la voluntad acrática se haya de valer de las expresiones <<ser víctimas de su de­ seos>>, <<sucumbir a los halagos>>, <<estar en conflicto consigo mismo» … , todas ellas denotativas de deficiencia en el acto vo­luntario.

 

Para conseguir más información, voy a revisar, aunque sea con ex­cesiva brevedad, las enfermedades de la voluntad que estudian los neurólogos y psiquiatras. A. R. Luria ha investigado los trastornos del comportamiento producidos por una lesión masiva en el lóbulo fron­tal, que es la sede cerebral de las intenciones o planes motores. Uno de los síntomas es la incapacidad del paciente para formular intencio­nes o tareas motoras, de tal modo que permanece totalmente pasivo cuando la situación requiere un plan de acción adecuada. En el caso de que tal plan le sea suministrado desde el exterior bajo la forma de ór­denes verbales, puede memorizar la orden, pero es incapaz de tradu­cirla en un factor que, de hecho, controle sus movimientos. Otro sín­toma frecuente es la incapacidad para conservar y retener un programa de acción, que es sustituido con gran facilidad por cualquier tipo de reacciones directas que surgen en forma incontrolada, como respuesta a todos los estímulos, o a la irrupción de estereotipos inertes que re­ emplazan la acción intencional por la conservación de actos motores previos. Por ejemplo, si un paciente al que se le ha dicho que vaya al despacho del médico se cruza con otro paciente que va en dirección contraria, le sigue, olvidándose de su anterior propósito. Por último, lesiones masivas en el lóbulo frontal perturban en alto grado el pro­ ceso de comparar el resultado de la acción con la tarea motora original (y en algunos casos la impiden por completo), de modo que el pa­ciente no se da cuenta de sus errores y es incapaz de mantener una comprobación constante del curso de su acción. En resumen, una le­sión del lóbulo frontal <<perturba la estructura de una actividad programada y orientada hacia un fin y, por lo tanto, imposibilita la acción intencional y el movimiento voluntario» (El cerebro en acción, Fontane­lla, 1974, p. 249).

Para aducir información de distinta procedencia voy a transcribir los criterios propuestos para el diagnóstico del trastorno de la persona­lidad dependiente, por el Manual diagnóstico y estadístico de los tras­ tornos mentales (DSM-111-R), editado por la American Psychiatric Association:

 

  1. l) El sujeto es incapaz de tomar las decisiones cotidianas sin na cantidad exagerada de consejos o recomendaciones por parte de los demás.
    • Permite que los demás tomen la mayor parte de las decisiones importantes, por ejemplo, dónde vivir, qué trabajo ocupar, etcétera.
  • Tiende a estar de acuerdo con los demás, incluso cuando están equivocados, por temor a sentirse rechazado.
  • Tiene dificultad para iniciar proyectos o hacer cosas por propia
  • Acepta hacer voluntariamente cosas desagradables para él, con el fin de agradar a los demás.
  • Se siente incómodo o desvalido cuando se encuentra solo y hace grandes esfuerzos para evitar esa situación.
  • Se siente devastado o desvalido cuando terminan las relaciones íntimas
  • Se preocupa con frecuencia por el temor de ser
  • Es fácilmente herido por las críticas o la desaprobación.

 

Me interesa destacar, en esta serie de síntomas, algunos aspectos pertinentes para mi argumentación. En la personalidad dependiente – que se manifiesta por una dificultad de actuar libremente-     intervie­nen aspectos afectivos que no tienen que ver con una noción estricta de voluntad. Por ejemplo, el temor a sentirse rechazado, la necesidad

  • de agradar a los demás, el horror a la soledad, el miedo a ser abando­nado. Esta vulnerabilidad sentimental forma parte, a mi juicio, de lo que suele llamarse voluntad débil, pero no es más que una gran difi­cultad para soportar experiencias negativas. Sospecho que una de las características de lo que vulgarmente se llama <<fuerza de voluntad>> es la capacidad para soportar el estrés.

 

 

Preguntando a los psicólogos

 

Vigotski introdujo en psicología la idea de que la fuente del movi­miento y acción voluntarios no está ni dentro del organismo ni en la influencia directa de las experiencias pasadas, sino en la historia so­cial del hombre; en la laboriosa actividad social que marca el origen de la historia de la humanidad, y en la comunicación entre niño y adulto que es la base ontogénica del movimiento voluntario, de la ac­ción intencional.

 

Ya he dicho que la escuela soviética de psicología fue pionera en la investigación del lenguaje como regulador de la acción. Algunos estu­dios interesantes para nuestro tema pueden verse en el libro Soviet De­velopment Psychology, editado por M. Cole. Con sus monólogos el niño parece tomar conciencia de lo que hace y controlar mejor su comportamiento. Los especialistas han distinguido nueve tipos en los comentarios con que el niño apostilla su acción, que reseño para que e1 lector comprenda mi extrañeza ante tal comportamiento: l) comenta el inicio de la acción, con frases como <<ya empiezo>>; 2) al continuarla o al cambiar de operación, cree necesario advertírselo: <<ahora esto>>;

  • algo semejante hace al terminar: <<ya está>>; 4) y también para su­brayar la acción y sus incidencias <<a… SÍ>> (marcando el rito en la ac­ción), <<tooum» (onomatopeya de una construcción que se derrumba);
  • manifiesta sorpresa o incertidumbre <<Oh>>, <<¿y ahora qué? 6) nom­bra los objetos o las características o los cuenta en voz alta; <<éste>> <<rojo>>, <<uno… dos … tres… »; 7) resulta muy interesante que plantee lo que va a hacer: <<el rojo aquí…>>; 8) algunos comentarios sirven para animarse a sí mismo, o lamentarse, y a éstos, por último, hay que aña­dir otros comentarios que no parecen tener más finalidad que disfrutar hablando o canturreando, (Díaz, R. D.: <<The Union of Thought and Language in Children’s prívate Speech. Recent empirical Evidence for Vigotski’s Theory>>_, texto presentado en el Congreso Internacional de Psicología, Acaptifco, México, 1984; Siguán, M.: <<El lenguaje inte­rior>>, en  Actualidad de Lev S. Vigotski, Anthropos, Barcelona, 1987).

 

Quisiera referirme a otro tipo de influencia que ejerce el lenguaje sobre la acción. Todo comportamiento intencional se basa en una irre­alidad que es el proyecto. Es cierto que podemos formular planes sin palabras, pero sólo si son sencillos y próximos. Cuando apareció el li­bro Planes y estructuras de la conducta, escrito por MilJer, Galanter y Pribram, provocó un estremecimiento de sorpresa en la comunidad científica, porque decía cosas sabidas desde hacía siglos, pero olvida­ das. <<Cuando hacemos un esfuerzo especial -escriben-, un lenguaje interior se hace más audible. En un sentido muy real es el plan que nuestro mecanismo de procesamientos de información está desarro­llando». Como resumen estampan una frase que habría enfurecido a los científicos de una generación anterior: <<El habla interior es el ma­terial del que están hechas nuestras voluntades>>.

 

Ahora ya podemos anudar estos hilos dispersos. Gracias al len­guaje, el sujeto toma posesión consciente de su autonomía. Ya era in­teligente, es decir, capaz de suscitar, controlar y dirigir sus activida­des mentales, por eso puede aprender a hablar, a obedecer, a organizar su conducta, pero la palabra le permite adquirir los saberes sobre la subjetividad acumulados por la humanidad durante siglos. El lenguaje da por supuesto que e1 yo que habla, impera. A1 proferir la información la convierte en suya, ligándola por su formato lingüís­tico, y consigue con gran facilidad hacerla pasar al estado consciente. La relación entre conciencia y lenguaje, que parece una disquisición filosófica, ha recibido confirmación donde menos se esperaba: en la mesa de un quirófano. La conciencia y el lenguaje son fenómenos neurológicamente relacionados. Las operaciones que hizo el doctor Sperry, separando los dos hemisferios cerebrales mediante el corte del cuerpo calloso, nos proporcionaron datos imprevisibles. Sperry, que ganó el premio Nobel por sus investigaciones, pretendía aliviar casos gravísimos de epilepsia bilateral, pero fue el primer sorpren­dido por el comportamiento de sus pacientes tras la operación. El su­ jeto sólo tenía conciencia de los comportamientos regulados por el hemisferio izquierdo, que es el hemisferio lingüístico. En cambio, aunque la inteligencia computacional de su hemisferio derecho dirigía correctamente los comportamientos, el sujeto no era consciente de ello. Todo sucedía como si al no poder nombrarlos, no pudiera tampoco hacerlos conscientes.  El hemisferio mudo quedaba clausurado en sí mismo. Recibía información, la procesaba, producía res­ puestas, pero en una especie de sonambulismo, del que el sujeto no se daba cuenta. En palabras de un neurólogo: <<Los estudios con cere­bros divididos también arrojan luz sobre el problema de la conciencia o autoconocimiento, ya que los pacientes con cerebro dividido mani­fiestan tener poco control de las actividades del hemisferio derecho. Parece, pues, que la conciencia y el lenguaje son fenómenos relacio­nados >> (Bridgeman).

El aprendizaje de la voluntad

 

Si mi teoría es verdadera, la repercusión educativa es irremediable. Una de las funciones de la educación es construir una inteligencia vo­luntaria. Eso siempre se ha dicho, pero las apelaciones a una miste­riosa <<fuerza de voluntad>> nos empujaban hacia un callejón sin salida. Al decirle a una persona <<tienes que tener más fuerza de voluntad>> estábamos metiéndola en una paradoja pragmática, porque para conseguir tener mucha voluntad habría que tener previamente mucha voluntad.

 

Si las cosas son así, nos encontramos en un círculo vicioso. Si hace falta tener fuerza de voluntad para conseguir fuerza de voluntad para conseguir fuerza de voluntad tenemos mala salida. Como metáfora ex­plicativa se escogió el sistema muscular, que con el ejercicio se forta­lece, lo que oscureció el asunto en vez de aclararlo, porque el comportamiento implica un sistema de interacción de una complejidad mucho mayor. Entre otras cosas, como sabe cualquiera que se haya entrenado para algún deporte, para fortalecer los músculos también hace falta mucha «fuerza de voluntad>>.

 

Daniel Dennett sitúa bien el problema: <<A menos que encontremos Ja manera de producir un yo responsable a partir de elecciones ini­cialmente no responsables, de modo que haya una adquisición gradual de responsabilidades por parte del individuo, nos encontramos en una alternativa difícil de digerir>>. Esa alternativa es la negación del yo responsable o la afirmación de un agente absoluto. En otras palabras: si no podemos conseguir fuerza de voluntad mediante pro­cedimientos que no la exijan, no podremos nunca conseguirla volun­tariamente.

 

Este asunto nos pone en relación con la psicoterapia, cuya finali­dad es hacer a la gente libre. Así la define al menos Rollo May, en «Libertad y destino en psicoterapia>> (DDB, 1988). Las técnicas de entrenamiento asertivo, por poner un ejemplo, enlazan la teoría que he defendido y las aplicaciones prácticas de la psicoterapia. Laza­ rus considera que el individuo asertivo es emocionalmente libre, es decir, capaz de reconocer y expresar todos y cada uno de los esta­dos afectivos. Brower y Brower consideran la asertividad como una habilidad para expresar sentimientos, elegir cómo actuar, lu­char por los derechos personales cuando sea apropiado, aumentar Ja autoestima, ayudar a desarrollar la confianza en uno mismo, dis­crepar cuando se piense que es importante, llevar a cabo planes para modificar la propia conducta y pedir a los otros que cambien su conducta ofensiva. (Asserting Your-Self, Addison-Wesley, 1978).

 

Otro ejemplo interesante lo proporcionan las técnicas de autocon­trol, que derivan, según María Dolores Avía, del intento de combinar el enfoque operante skinneriano, de indudable eficacia para modificar la conducta, con los resultados de algunas investigaciones, funda­ mentalmente de psicología social y clínica, que demuestran la reper­cusión positiva que tiene para el individuo atribuir los resultados de sus acciones a sí mismo, percibirse con algún control sobre su medio, y gozar de cierta capacidad decisoria. Mediante las técnicas de auto­ control se enseña al paciente a conocer los principios de la conducta, para que él mismo pueda aplicarse procedimientos para modificarla, en lugar de depender del terapeuta (M. A. Avia: <<Técnicas cognitivas y de autocontrol>>, en J. Mayor y F. J. Labrador: Manual de modifica­ción y de conducta, Alhambra, 1984). Algunas técnicas como el mé­todo de autoinstrucción de D. Meichenbaum, están claramente funda­ das en la estructura dialógica de la inteligencia humana de la que tanto he hablado.

 

Este tipo de entrenamiento corrobora algo que señalé antes. El comportamiento libre, el acto voluntario, implica una cierta dualidad dentro del sujeto, que puede aplicarse a sí mismo técnicas determi­nistas como el condicionamiento operante para liberarse de ciertas coacciones.

 

La educación de la voluntad                                  

Antes he hablado de psicoterapia, ahora de educación. Lo que lla­mamos educación o construcción de la voluntad consiste en un pro­ ceso afectivo complejo, que implica la constatación de la propia efica­cia, la eliminación de los miedos, el entrenamiento para soportar niveles de estrés cada vez mayores, la desensibilización de ciertas co­sas y la habituación a otras. Lo importante es utilizar todos estos me­canismos para construir un proyecto no mecánico. Toda creación con­siste en eso, en poner los mecanismos que poseemos al servicio de un mecánico

La educación de la voluntad -es decir, la educación de la inteligen­cia voluntaria- no es, por lo tanto, un proceso único, sino la conjun­ción de varios desarrollos afectivos. No puede emprenderse directa­mente, ya que será la consecuencia de los progresos alcanzados respecto de sus elementos constituyentes: la imagen de sí mismo, la fuerza de la motivación, la capacidad para aplazar las recompensas, la aptitud para valorar los premios, etcétera.

 

Los moralistas, que eran los que se encargaban tradicionalmente de la educación de la libertad, dedicaron muchas páginas a hablar de las coacciones y determinismos que la obstaculizaban. Coincidían con las que hemos mencionado a lo largo de este estudio:

 

  1. l) La Al desconocer el valor de las cosas, y las propias capacidades, al estar sometido a las supersticiones y las super­cherías, el ser humano se convierte en esclavo del no saber.
    • El miedo. Todas las culturas han considerado que el miedo era una grave limitación de la No hacemos ciertas cosas que quisiéramos hacer porque nos da miedo hacerlas.
    • Los estoicos pensaron que una fuente de inquietud y de servidumbre eran los deseos y que la liberación consistía en prescindir de ellos.
  • El mantenimiento del Es la técnica utilizada por los

pensadores orientales para alcanzar la liberación, como puede verse en el libro de Mircea Eliade Yoga, inmortalidad y libertad.

  • Las pasiones. Siempre se ha considerado que la pérdida del con­ trol era uno de los rasgos que definen la pasión, por lo que era lógico que erradicar su poder supondría una liberación del ser

 

La libertad era el espacio abierto cuando se conseguía la liberación de esas limitaciones.

 

Aunque parezca una idea poco ambiciosa y una especie de bricolaje psicológico, creo que el comportamiento libre se consigue por un do­ble procedimiento de evitar obstáculos y de crear hábitos. El acto de voluntad es menos acto de lo que parece. El comportamiento volunta­rio es una negociación, un tira y afloja, una retórica interior para ani­marse, u.na construcción minuciosa, una chapuza mental para conseguir una creación grandiosa.

 

Los métodos para conseguir la liberación son varios, y exceden las posibilidades de este estudio. La conciencia del propio dominio, la in­ternalización del <<sentimiento del deber>>, los deseos de sentirse libre forman parte de ese repertorio. No se trata de métodos sabidos, sino de destrezas adquiridas. La eficacia de estos métodos, constituye, a mi juicio, una corroboración más de las ideas que propongo.

 

 

Despedida

 

Ha defendido una teoría de la libertad como artificio, como algo que creamos mediante una mixtura de inteligencia y tesón. Esto con­ vierte al hombre libre en artífice de sí mismo. Así aparecía en el mag­nífico canto a la libertad escrito por Pico de la Mirandola, cuando ha­cía decir al Creador: <<Ni celeste ni terreno te hicimos, ni mortal ni inmortal, para que tú mismo, como artífice y escultor de ti mismo, a tu gusto y honra te forjes la forma que prefieras para ti. A ti sólo te damos crecimiento y desarrollo dependientemente de tu propio querer libre>>.

 

La libertad es un artificio trabajoso y humilde. Artesano. En una primera versión. había titulado este estudio < Teoría de la libertad como chapuza>>. Proyectamos, deseamos y construimos la libertad con los elementos que tenemos, que están determinados y coartados por muchos factores. Estamos obligadas, para poder ser libres, a <<hacer un poder>>, como dijo Zubiri, a sacar fuerzas de flaqueza. En mis libros he usado con frecuencia la figura del barón de Münchhausen. que se sacó a sí mismo y a su caballo de un pantano tirándose hacia arriba de los pelos. Pues así, por los pelos, conseguimos ser libres.

 

Ministerio de Cultura, 2011

Leviatán 65