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Norbert Elias es un historiador conocido por su estudio sobre el progreso de la civilización. Sin embargo, después de haber experimentado los horrores de la segunda guerra mundial comprendió que también podía haber “fenómenos descivilizatorios”. Mientras que la evolución biológica es irreversible, la cultural puede sufrir regresiones. En Biografía de la inhumanidad, tras estudiar los colapsos atroces que   periódicamente experimenta la humanidad, me pregunté si nuestro progreso ético es un mero barniz que desaparece cuando las circunstancias alcanzan determinados niveles de dureza. Es la teoría que sostuvo Thomas Huxley: los seres humanos tienden a obrar mal y tratar impropiamente a los otros, pero existe sobre esta naturaleza un barniz moral, que frena esos comportamientos.

Me pregunto si nuestro progreso ético es un mero barniz que desaparece cuando las circunstancias alcanzan determinados niveles de dureza.

El estudio de la evolución de las culturas me hace pensar que la influencia moral es más profunda, aunque no ha cambiado por completo nuestra estructura pasional. Por eso, una y otra vez, volvemos a comportamientos como la guerra, que son ancestrales, aunque el hacha de piedra haya sido sustituida por cohetes teledirigidos. Rusia ha cercado la ciudad ucraniana de Mariúpol. Por muy modernos que sean los tanques, las tácticas de asedio son antiquísimas. Todas terminan igual: rindiendo a la población por hambre, sed, enfermedades y desesperación. Es la abominable monotonía de la destrucción.

Todas las sociedades han establecido sistemas de protección para librarnos de esa regresión, de la vuelta a la ley del más fuerte, del horror. En primer lugar, el fortalecimiento de los sentimientos sociales, la compasión, la cooperación, la ayuda. En segundo lugar, normas morales interiorizadas, transmitidas por la educación e impuestas por presión social. Y, por último, instituciones poderosas, como los poderes del Estado, los sistemas jurídicos y de seguridad, que imponen el cumplimiento de las normas, cuando los sentimientos y las creencias morales fallan. Cuando desde Estado se dinamitan las otras dos barreras de contención -la emocional y la moral-, como ocurrió en el régimen nazi, en el soviético, en el de Mao Zedong o en el Pol Pot, nade es capaz de frenar la atrocidad.

Hasta ahora, nos hemos recuperado de esos hundimientos, señala S. Mennell, uno de los autores que ha estudiado esos fenómenos regresivos: “El hecho es que tras todo el horrible sufrimiento que trajo consigo (el Holocausto), las tendencias civilizatorias volvieron a ser dominantes tras un periodo relativamente corto de años” (Mennell, S. “The Other Side of the Coin: Decivilizing Processes”, 2001). Tal vez esa rapidez en la recuperación se deba también a una rapidez en olvidar, lo que favorecerá la repetición de las atrocidades. Por eso, uno de los componentes de la “vacuna contra la estupidez”(que sería también una “vacuna contra la atrocidad”) tiene que ser el recuerdo de las páginas terribles de nuestra historia. Por eso, me ha interesado mucho el libro de Luis E. Íñigo Fernández, Historia de los perdedores, (Espasa, 2022), que es el envés de la historia triunfal. Es el recuerdo de los que se quedaron en la cuneta, de la infraestructura terrible que hizo posible incluso las obras de las que nos sentimos más orgullosos. Recuerda a los esclavos, los herejes, los pueblos colonizados, los miserables de todas las épocas, los ancianos, las mujeres, los homosexuales. Las historias de las guerras hablan de “entidades ficticias”, abstractas, como comprendió el protagonista de La cartuja de Parma, que nunca supo si la escena agitada y sangrienta en que había resultado herido había sido una batalla y si había sido la batalla de Waterloo. Esta visión esteticista de la guerra, y el efecto pernicioso que provoca en los futuros combatientes, ha sido contada por Johanna Bourke en Sed de sangre. A ella debemos también una historia del envés de la guerra: La segunda guerra mundial: una historia de las víctimas. (Paidós).  Se trata de una historiadora muy interesante, de quien estoy leyendo ahora, para preparar la nueva monografía Fear. A Cultural History, 2005.