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He acabado de redactar la monografía sobre la historia del miedo, mientras sucede la guerra de Ucrania y leo estudios acerca de la novedad del tiempo en que vivimos, y de la imposibilidad de gestionar tanta complejidad. No puedo dejar de pensar que los cambios tecnológicos, económicos y sociales se dan como variaciones de unos “guiones emocionales” implacables. Si hay algo que parece que ha cambiado es la guerra, que ha pasado de matarse con espadas y porras a hacerlo con misiles hipersónicos. Pero tiene razón Gwyne Dyer cuando en una historia de la guerra comenta la monotonía del fenómeno destructivo: “Los habitantes de Dresde o Hiroshima en 1945 no sufrieron peor destino que los ciudadanos de Babilonia en el año 689 a.C. cuando la ciudad cayó ante Senaquerib de Asiria, quien se jactaba así: “Arrasé la ciudad y sus casas desde los cimientos hasta los techos, las destruí y las hice consumir por el fuego. Tiré abajo y removí los muros internos y externos, los templos y los zigurats construidos con ladrillos. Y luego destruí Babilonia, aplasté a sus dioses y masacré a su gente. Arranqué su suelo de raíz y lo arrojé al Éufrates para que el rio se lo llevara hasta el mar”. Dyer comenta con cierto cinismo: “Era un método de destrucción que requería un trabajo más intensivo que arrojar armas nucleares, pero el efecto era aproximadamente el mismo”.

Muchos siglos después, en la educada Florencia, Maquiavelo habla de la conquista. El modo mejor de asegurar el dominio, aconseja, es la máxima destrucción, “pues, en verdad, no hay ningún otro medio seguro de poseerla que la ruina. Y quien se convierte en dueño de una ciudad acostumbrada a vivir libre y no la destroza, cuente con ser destrozado por ella”. Escribo esto mientras las tropas rusas están destruyendo la ciudad de Mariùpol.

La guerra es monótona y sus manifestaciones también. Durante la guerra de Secesión norteamericana, el general Sherman incluyo entre los enemigos a la población civil: “No solo estamos luchando contra tropas hostiles, sino contra una población adversa, así que debemos lograr que todo el mundo perciba el duro aliento de la guerra, sean viejos o jóvenes, ricos o pobres”. Tras la destrucción de Atlanta, se dirigió a su población: “La guerra es cruel y no se puede refinar. Clamar contra las terribles penurias de una contienda seria como gritarle a una tormenta”. Años después en plena guerra francoprusiana, el general Von Moltke preguntó al general americano Sheridan, de visita a Berlín, cómo podría acelerar la terminación de la guerra. Este le recomendó la misma táctica que él había empleado para finalizar la guerra de secesión: provocar en la gente “unos padecimientos tales que la obliguen a suspirar por la paz, forzando a sus gobiernos a solicitarla”. Von Moltke era un militar a la antigua usanza, que pensaba que ello violaba las leyes de la guerra, pero a Bismarck le impresionó el consejo y lo siguió. No debía “holgazanearse en la matanza”.  Esta táctica de “extenuar a la población” se generalizó en las guerras coloniales. En la guerra filipino-estadounidense de 1899 a 1902, el ejército norteamericano sufrió 4.000 bajas y mató a unos 20.000 insurrectos. En la segunda guerra de los Boers, en Sudáfrica, Herbert Kitchener, comandante en jefe británico, explicó que su táctica fue “eliminar a los civiles, extirpar de raíz una nación entera”.

Sentirse llamado a una misión salvadora y sagrada -como ha dicho Putin- es la excusa manida de cientos de atrocidades. Carrier, el carnicero de Nantes durante la Revolución Francesa, explica en una carta a la Convención que no extermina a los vandeanos por odio, sino por amor al género humano: “Es por un principio de humanidad, por lo que purgo de estos monstruos a la tierra de la libertad”: Fouché escribe a su amigo Collot: “Seamos terribles, para no temer volvernos débiles o crueles”. Y en una carta a la Convención se enorgullece: “Sí, derramamos mucha sangre impura, pero es por humanidad”.

También para Lenin y sus seguidores, el fin justifica los medios.  En 1918, Lenin ordenó: «Es necesario, secreta y urgentemente preparar el terror». Había que implantar el “terror de masas” en Nizhni Nóvgorod:

“¡Camaradas! El levantamiento de los kuláks en vuestros cinco distritos debe ser aplastada sin piedad (...) Debéis hacer ejemplo de estas personas. (1) Colgad (me refiero a colgar públicamente, para que la gente lo vea) al menos 100 kuláks, ricos bastardos, y chupasangres conocidos. (2) Publicad sus nombres. (3) Aprovechad todo su grano. (4) Tomad rehenes según mis instrucciones en el telegrama de ayer. Haced todo esto para que las personas a kilómetros a la redonda lo vean todo, lo comprendan, tiemblen, y decidles que estamos matando a los kuláks sedientos de sangre y que vamos a seguir haciéndolo (...) Atentamente, Lenin. Posdata: Buscad gente más dura”.

Este telegrama se encuentra en el archivo CRCEDHC, 2/1/6/898 Centro Ruso de Conservación y Estudios de Documentos en Historia Contemporánea de la Federación Rusa.

Con un enorme abatimiento tengo que reconocer que Voltaire tuvo razón al escribir: “ La Historia no se repite nunca. Los seres humanos, siempre”. En El deseo interminable intento mostrar el implacable funcionamiento de los “guiones emocionales” que han movido a la humanidad, con la desesperada esperanza de que tenga razón Spinoza y que la “necesidad conocida” sea la fuente de la libertad.