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Somos un misterio para nosotros mismos. Es difícil saber por qué hacemos lo que hacemos, cómo surge en nosotros la motivación de hacer algo, el ánimo para emprender una acción o para mantenerla. En su carta 58, Spinoza escribió: “Somos conscientes de nuestros deseos e ignorantes de las causas que los determinan”. En 1915, Freud escribe al doctor Putnam: “Cuando me pregunto por qué me he esforzado siempre en ser honrado, condescendiente e incluso bondadoso con los demás, y por qué no desistí al notar que solo me acarreaba perjuicios y contradicciones pues los otros son brutales e impredecibles, no tengo una respuesta”

¿Hemos tenido siempre los mismos deseos?

En este momento trabajo mucho para escribir una historia de los deseos humanos, de nuestra permanente búsqueda de la felicidad, que ha ido produciendo a lo largo de la evolución esas colosales creaciones que llamamos “culturas”. ¿Hemos tenido siempre los mismos deseos? Parece que hay unas motivaciones primarias universales, con raíces biológicas, en las que se basan otras secundarias, con profundas influencias culturales. El paso de unas a otras forma parte de la historia que quiero contar.

La “psicohistoria” que tanteo se mueve en dos direcciones. Aprovecha los conocimientos psicológicos actuales para interpretar la historia, pero también aprovecha la historia para conocer a los seres humanos. En este caso se trata de una “psicología inversa” parecida a la “ingeniería inversa” que a partir de un artefacto intenta descubrir las técnicas que lo han hecho posible. En el campo psicológico podemos comenzar, por ejemplo, con una constatación clara: los humanos hemos crecido continuamente en cuatro parámetros: consumo de energía, tamaño de las ciudades, potencia del armamento y cantidad de información disponible. Si un extraterrestre se encontrara con esos datos ¿qué tipo de seres pensaría que los habían producido?

La Historia nos presenta un permanente deseo de “ampliar las posibilidades de acción”, que se manifiesta de muchas maneras: el deseo de dominio (hacia la naturaleza, hacia uno mismo o hacia los demás), una “pulsión adquisitiva” que se empeña en acumular cosas; el gusto por el lujo y la distinción. Abraham Maslow, Carl Rogers y los miembros del llamado “Movimiento del potencial humano” pensaban que la autorrealización era una motivación fundamental. La incluyo en ese afán expansivo. Leslie White considera que el motivo fundamental humano es la “motivación de competencia”, es decir, el deseo de tratar competente y eficazmente con el ambiente. Deci y Ryan afirman que el deseo de demostrar las habilidades y enfrentarse con retos es una necesidad natural en el ser humano. Albert Bandura estudió la experiencia de dominio y el sentimiento de autoeficacia y David McClelland identificó tres grandes motivaciones sociales: afiliación, poder, y logro. Esta última implicaba el impulso de sobresalir, de alcanzar la consecución de metas, de esforzarse por tener éxito. Nuttin habló del placer de sentirse agente, causa de algo. El impulso creador enlaza con esta satisfacción. Arnold Gehlen construyó su antropología sobre la idea del exceso impulsivo de los sapiens. Y los teólogos medievales pensaron que la incapacidad de los bienes materiales para satisfacer nuestra ansia de felicidad era una prueba de la existencia de Dios.

La inteligencia, el pensamiento simbólico, funciona como máquina expansiva, que amplia lo real con lo posible, lo imaginado, lo inventado. Como señaló Tomás de Aquino, “los deseos que proceden de la inteligencia y no de la fisiología, son infinitos” (Sum.Theol. I-II.30,4). Entramos en el dominio del deseo inacabable.

El estudio de las motivaciones humanas nos enfrenta con el límite de la comprensión: no sabemos por qué tenemos esos deseos, ni por qué nos gusta la música, contamos historias, escribimos poesía, escalamos montañas o nos comprometemos en guerras crueles y estúpidas.

Volvamos a la Historia. Comparto con Marcel Otte, un especialista en el Paleolítico, su asombro ante la índole paradójica del ser humano desde sus orígenes:” Una anatomía muy frágil se encuentra permanentemente enfrentada a desafíos sucesivos, que no están justificados por las leyes naturales”. Le mueve un afán de ir siempre más allá de los límites anteriores. “La búsqueda perpetua, suscitada por el sueño, el deseo, el pensamiento, está en la base de nuestro destino. Son los problemas y la búsqueda de la solución lo que constituye la historia humana”. Este gen expansivo se manifiesta, pues, en el afán de poder, en la ambición, la exploración, la conquista científica y territorial, la fama, la seducción, el adoctrinamiento, la búsqueda de la maestría, o la creación artística. También en la pasión de competir. Todos los organismos son competitivos cuando tienen que pelear por recursos escasos, pero los humanos podemos hacerlo por el simple placer de competir y vencer. En el juego y en deporte gastamos energía por el placer de gastarla. Tenemos curiosas preferencias. Ya Tácito (55-129 d. C) señalaba que las tribus germánicas “preferían desafiar al enemigo y ganar el honor de las heridas” al duro trabajo. “Les parece aburrido y estúpido adquirir con el sudor de su trabajo lo que pueden conquistar con su sangre”. Los romanos creían que la guerra estimulaba las grandes virtudes, mientras que la paz reblandecía la moral. Juvenal, en su “Sátira VI”, escribió una frase que estremece “Nunc patimur longae pacis mala”. Ahora padecemos los males de una larga paz. Resulta sorprendente la explicación que da: “Se nos ha venido encima el lujo, más corrosivo que las armas (…) Ningún crimen ni acción lujuriosa nos falta desde que la austeridad romana despareció”.

Grandes maestros espirituales han intentado convencer a los sapiens de que está pleixonia -proliferación de deseos- y esta hybrisla soberbia en las aspiraciones- solo podía producir infelicidad, pero con poco éxito. El deseo interminable parece formar parte de nuestra naturaleza, tal como se despliega en la historia. Tal vez lo único que podamos hacer es conocerlo para poderlo controlar. Terminaré con una cita que demuestra hasta qué punto el afán expansivo está admitido en nuestra cultura. Baltasar Gracián consideraba elogiable el afán de poder de Fernando el Católico y lo expresa así: ”Pareciéronle a Fernando estrechos sus hereditarios reinos de Aragón para sus dilatados deseos y así anheló siempre a la grandeza y anchura de Castilla y de allí a la monarquía de toda España y aún a la universal de entrambos mundos” (El político).

El estudio de las motivaciones humanas nos enfrenta con el límite de la comprensión: no sabemos por qué tenemos esos deseos, ni por qué nos gusta la música, contamos historias, escribimos poesía, escalamos montañas o nos comprometemos en guerras crueles y estúpidas. Esto introduce un ramalazo de irracionalidad en la especie humana, que unas veces nos eleva y otras nos despeña en la atrocidad.