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Continúo leyendo Cazadores, campesinos y carbón, de Ian Morris. Su tesis es una variación de la teoría marxista. Esta afirma que las formas de producción dirigen los modos de pensar, las ideologías. Morris piensa que las necesidades de captar energía determinan los valores de una sociedad. Identifica tres modelos de sociedad -cazadora recolectora, agrícola y dependiente de combustibles fósiles- diferenciados por la cantidad de energía de la que pueden disponer. Los cazadores recolectores -según mostró en The Measure of Civilizationhacia los años 10.000 capturan unas 5000 kilocalorías por persona, la mitad de ellas en comida. Tres milenios después, llegaron a 8.000.con los primeros campesinos. Al instalar sistemas de riego subieron a 10.000. Hacia el siglo I en el imperio romano, el 1100 en la dinastía Song de China y en 1700 en la India mogol, se alcanzaron 30.000. En los Estados Unidos actuales la cifra sube a 230.000.

La evolución de las culturas señala un aumento constante de la población mundial, y de la densidad de las ciudades. Es probable que ningún cazador recolector viera a más de cien personas. En cambio, hace 9. 000 más de 1000 personas vivían en Catalhöyük (Turquía), poco después del 3500, más de diez mil se habían instalado en Uruk, al sur de Irak; y en el 700 a.C. Ninive, en el norte de Irak acogía cien mil habitantes. La misma cantidad ocupaba Chang’an hacia el 70 d. C. Hacia el año 1600 d.C. China tenía 160 millones de habitantes.

Este gran aumento de la población exigió una mayor producción de alimentos. La agricultura experimentó progresos importantes -como la evolución desde la azada al arado romano y de este al arado de vertedera-, pero fueron lentos hasta que en la época industrial se aplicó la mecanización y los abonos químicos. La vida de los campesinos también evolucionó con gran lentitud. Los antropólogos e historiadores han documentado su agotador trabajo. Ya Hesiodo en su obra Los trabajos y los días (700 a.C.) habla de la vida campesina y de su dureza: “Trabajo sobre trabajo y más trabajo”. Veintiséis siglos después, Viceenzo Paula un cura al sur de Italia concluía que “el campesino trabaja para comer, come para tener fuerzas para trabajar, y luego duerme”. Anton Chejov en su cuento Los campesinos, describe la vida de un camarero pobre en Moscú que se ve obligado a volver a su pueblo natal a trabajar en el campo. “Estaba agotó al volver al campo por el eterno vaivén, el hambre, las pestilencias asfixiantes, la porquería y odiaba y despreciaba la pobreza y sentía vergüenza de que su mujer y su hija le vieran”. Eso sucede a finales del XIX.

Hay en la vida campesina una persistencia inquietante. Chris Wickham, al estudiar el hundimiento del imperio romano de occidente y el comienzo de la alta edad media, señala que hubo muchos cambios, pero que la suerte de los campesinos cambio poco (Wickham, C. “Una historia nueva de la alta edad media” Critica 2008). Según Georges Duby, la sociedad se dividía en esclavos, campesinos libres, y señores. En la Europa de los siglos VII y VIII había numerosos hombres y mujeres esclavos, conocidos como servus o ancilla, y por un sustantivo neutro, mancipium, que indicaba que eran considerados objetos. Después de haber comparado tres sociedades campesinas (la Grecia del siglo VII a.C., el sur de Inglaterra en el siglo XIX y el México de los años 30) el antropólogo Robert Rendfiel ha llamado la atención sobre el estancamiento de este modo de vida: “Si un campesino de cualquiera de esas tres comunidades tan distintas pudiera transportarse mágicamente a cualquiera de las otras dos (…) rápidamente se sentiría como en casa. Y eso es porque sus orientaciones vitales esenciales no habrían cambiado. El compás de su carrera seguiría apuntando al mismo norte moral”. (Refield. R. Peasant Society and Culture, Chicago University Press,1956, p.8)

Una prueba de la permanencia de esta forma de vida es la importancia de los cereales, que ha sido puesta de manifiesto una vez más por la guerra de Ucrania. Steven Kaplan ha insistido en la dependencia popular con respecto de los cultivos básicos -cereales, arroz, maíz o mijo. En el mundo preindustrial europeo, “la dependencia de los cereales condicionaba todas las facetas de la vida social. El cereal era el sector clave de la economía más allá de su papel determinante para la agricultura, el cereal configuraba directa e indirectamente el desarrollo del comercio y la industria, regulaba el empleo y constituía una fuente muy importante de ingresos para el Estado, la iglesia, la nobleza y amplios segmentos del tercer estado (…) Dado que la mayoría de la población era pobre, la lucha por la supervivencia era un continuo motivo de preocupación. Ningún asunto era más urgente, más omnipresente y más difícil de resolver que la provisión de cereal. El temor a la escasez y el hambre tenia obsesionada a esa sociedad” (Kaplan, SThe Famine Plot persuasión in Eighteenth Century in France, 1982, p, 63). Este estudio de las hambrunas del XVIII concluye: “Producía un sentimiento crónico de inseguridad que hacía que los contemporáneos de la época vieran el mundo de un modo que nos parecería grotesca o lúgubremente precaria”.

Es aquí donde quiero introducir el tema central de El deseo interminable. ¿Qué idea de la felicidad podía tener el campesino angustiado por la amenaza de una mala cosecha y del hambre? Es comprensible que el jardín del Edén resultara tan atractivo para los judíos; Hesiodo habla de las Islas Bienaventuradas, en las que un suelo fecundo producía espontáneamente una cosecha abundante y generosa. Platón habla de la época feliz del reino de Cronos: Bajo un gobierno los hombres tenían una abundancia de frutos de los ´árboles y de una vegetación generosa, y los recogían sin tener que cultivar la tierra, que se las ofrecía espontáneamente. Horacio habla de las islas afortunadas “cuya tierra, cada año, ofrece al hombre Ceres sin trabajo donde la viña florece sin necesidad de podarla; donde rota la rama del olivo que nunca engaña; donde el higo oscuro decora un árbol que es suyo”. Podía seguir con esta antología de añoranzas que tienen como núcleo el recibir los dones de la tierra sin tener que trabajarla.

La documentación que estoy manejando me hace pensar que podemos aplicar a un nivel macro y de larga duración la pirámide de las motivaciones de Maslow. Mientras las necesidades de supervivencia no están satisfechas, es difícil subir de nivel. Pueden incluso producirse regresiones civilizatorias, como muestra el estudio de las hambrunas. El horizonte de la felicidad se restringe. Cuando el magistrado del gobierno de Shanghái, ante la hambruna y la enfermedad de 1641-2 persuadió algunos pequeños nobles y comerciantes para “aportar arroz y hacer gachas” para las cocinas comunales, la gente hambrienta empezó a llegar “en un torrente incesante, con sus ancianos y con sus niños cargados a sus espaldas. En los casos más extremos caían muertas antes de llegar a las cocinas”. (Parker, G. El siglo maldito, p. 234) La misma fuente describe “la alegría que iluminaba los rostros de los que eran capaces de conseguir algunos puñados de cáscaras, la prisa de la gente hambrienta por arrancar indiscriminadamente toda la vegetación que iba naciendo en los campos en la primavera de 1642, las filas inacabables de mendigos, la venta de niñas y mujeres como esclavos, el abandono de niños pequeños, el infanticidio activo, el canibalismo”. Otros informaban que “el precio humano de un montón de arroz. apenas suficiente para alimentar a una persona durante una semana—eran dos niños”.

Ante esta situación, en el borrador del libro he escrito un capítulo titulado: Movimiento ascendente de la búsqueda de la felicidad. Todavía está un poco verde, pero creo que madurará.

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