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En la entrada de ayer comenté que en lo que llevo escrito del nuevo libro defiendo la idea de que toda la historia humana deriva de tres grandes pulsiones universales y permanentes, a las que acompañan como guías las emociones universales, y el pensamiento como herramienta expansiva y correctiva. Mis dudas proceden de que no se si esta idea es verdadera. Si llego a la conclusión de que no lo es, tendré que cambiar todo lo que he escrito, porque no quiero convertirme en un Procusto histórico. Como saben, Procusto era un posadero que cortaba las piernas de sus huéspedes a la medida de las camas que tenía. En filosofía significa amputar los hechos para que quepan en la teoría.

He identificado las tres grandes pulsiones mediante un “meta-análisis” de los tratados más prestigiosos sobre motivación y necesidades humanas. Espero que el estudio de la historia las corrobore también. Estas son a mi juicio las tres grandes impulsoras de la acción humana:

Piramide necesidades Maslow Panoptico 47
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Pulsión hacia bienestar personal

Esta expresión incluye el deseo de evitar el dolor, la tensión y la ansiedad. También el deseo de disfrutar, de experimentar sensaciones agradables, la comodidad. Incluye la satisfacción de las necesidades fisiológicas, -el primer nivel de la pirámide de Maslow-, el deseo de seguridad (de no sentir miedo), posiblemente el juego y el deseo de experimentar (curiosidad), y todas las experiencias psicotrópicas mencionadas en las entradas del 4 y 5 de mayo. Son satisfacciones centrípetas, que quedan en el sujeto, satisfacciones clausuradas, egocéntricas. Llevadas a su extremo, son lo que Simone de Beauvoir en su escrito Faut-Il brûler a Sade? llama “autismo del libertino”, “que le impide olvidarse de sí y reconocer la presencia de otro”. Es la libido sentiendi, de san Agustín. El “estadio estético” de Kierkegaard. La vida regida por el “principio del placer”, según Freud. Siguiendo una tradición clásica, los llamaré “deseos hedónicos”.
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Pulsión de relacionarse socialmente, formar parte de un grupo y ser aceptado

Es otro de los niveles identificados por Maslow y corresponde a la motivación de afiliación señalada por McClelland. Esta pulsión es centrífuga, saca al individuo de su aislamiento. Nuestra especie es egoísta y altruista. Ambos deseos básicos nos impulsan. La pertenencia al grupo es esencial para el sapiens, por eso en todas las culturas se considera que ser expulsado, desterrado, era la peor condena. Necesitamos también ser apreciados y reconocidos por los demás. Las relaciones de amor, amistad, cooperación, cuidado son esenciales para los humanos. La necesidad de ser aceptado en sociedad produce con frecuencia ansiedad social, sentimiento que probablemente ha tenido una gran eficacia evolutiva. La vergüenza es una emoción con gran poder moralizador. Cada cultura señala la manera en que una persona tiene que actuar para recibir la aprobación de sus pares. El deseo de pertenencia y reconocimiento limita drásticamente el despliegue de los otros dos deseos básicos, que dejados a su propio dinamismo romperían la coherencia social. Los moralistas de toda procedencia han enfatizado que el ansia de reconocimiento por parte de los otros hombres puede corregir las tendencias negativas del egoísmo. San Agustín, por ejemplo, piensa que el amor a la gloria, a la alabanza humana, aunque no es santo, ha refrenado libidos más peligrosas” (De civ. Dei, V, 13). He estudiado esta pulsión en la monografía Fama, gloria y honor.
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Pulsión de ampliar las posibilidades de acción

Este me parece el deseo más específicamente humano, porque acaba introduciéndose en todos los demás, como si fuera un dinamismo añadido a otro. Es una pulsión expansiva. Lo peculiar de la inteligencia humana es que crea o descubre posibilidades en la realidad, gracias a su capacidad de inventar irrealidades. Por eso es inevitablemente creadora. Spinoza consideraba que este ímpetu hacia lo posible era nuestro deseo esencial. “El ser humano se alegra cuando siente que aumenta su potencia de obrar”. En esta gran pulsión hay que incluir la libido dominandi, que decía San Agustín, lo que Nietzsche llamaba “voluntad de poder”, “el hecho último al que podemos descender”. “Los fisiólogos -escribía- deberían reflexionar antes de poner el “instinto de conservación” como el instinto cardinal de todo ser orgánico. El ser vivo quiere ante todo gastar energía”. Tomás de Aquino, al estudiar los deseos, distinguía entre los “concupiscibles” (los que he llamado hedónicos), que buscan el placer, y los “irascibles” que buscaban conseguir lo difícil, lo arduo, los que aspiran a grandes empresas. Marcel Otte, especialista en Prehistoria propone una clave justificativa del destino humano: “su sed perpetua de superar las limitaciones, vengan de él (la biología incluida), del entorno, de otras sociedades. O de su propio pasado, convertido en limitación ocasional. Desde la herramienta al mito toda la aventura humana está contenida en ese combate librado esencialmente por el espíritu perpetuamente insatisfecho “. Los psicólogos identifican dos manifestaciones de esta pulsión, que es, a la vez, centrípeta y centrífuga, individual y social: la “motivación de logro” y la “motivación de poder”. El sujeto movido por aquella desea afirmar su competencia, ampliar su destreza. Fromm, Deci, Ryan, DeChams, Maslow, Rogers, Bandura o McClelland están de acuerdo: los humanos experimentamos un irreprimible deseo de sentirnos eficaces, de sentirnos autores de nuestra propia conducta. El afán de control comienza hacia nosotros mismos (es la enkrateia que los antiguos griegos valoraban tanto), y está en el origen de nuestra búsqueda de libertad, independencia y autonomía.

La motivación de poder es otra cosa. Desea imponer la propia voluntad a la voluntad de los demás. Supone también un aumento de posibilidades (por supuesto, para quien lo ejerce). El poderoso aprovecha para sí las posibilidades de sus súbditos. Experimenta una amplificación del yo.

La inquietud humana, lo que no ha permitido a nuestra especie detenerse, deriva de ese deseo interminable que solo podría ser aplacado al conseguir un objetivo mal precisado, al que llamamos felicidad

Estas tres grandes pulsiones tienen, en efecto, algo en común. Buscan una satisfacción. Evidentemente, cada una la suya propia. En caso de encontrarla, el deseo concreto queda saciado, pero no la capacidad de desear. Este es un punto esencial de nuestra historia. La inquietud humana, lo que no ha permitido a nuestra especie detenerse, deriva de ese deseo interminable que solo podría ser aplacado al conseguir un objetivo mal precisado, al que llamamos felicidad. El deseo interminable busca la felicidad como la flecha el blanco. Quiere descansar en él. Los humanos han intentado dar razón de esa infinitud del deseo. Los teólogos medievales, por ejemplo, la interpretaron como una nostalgia de Dios, único Ser capaz de colmarlo. Un ateo confeso como Sartre, recogió esta idea a su manera al afirmar: “el hombre es el ser que proyecta ser Dios” (1943, p.612), para añadir a continuación:” por eso es una pasión inútil”. Prefiero decir, una pasión interminable. El pensamiento hindú, consciente de esa imposibilidad de satisfacer el deseo encuentra la solución en prescindir de él, de anular el problema en su origen.

Creo que la teoría de los tres deseos me permitirá explicar la evolución de las culturas, pero por ahora me sigue inquietando la duda de que sea posible.

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