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La Historia de los paraísos terrenales y celestiales nos permiten conocer los sueños de la humanidad. Nos sirve de guía para descubrirlas. En el mundo cristiano -y también en el islámico- las primeras imágenes del Paraíso lo identifican con un jardín. En persa es lo que significa la palabra “paraíso”. Para los habitantes de tierras desérticas y pobres, el agua, la vegetación y la fertilidad eran lo más deseable. No olvidemos que “felix”, en latín, significa “fertilidad”, “feracidad”. Sin embargo, al llegar la Edad Media, cambia la sensibilidad. El Cielo ya no es un jardín: es una ciudad. La Jerusalem celestial. En los siglos XII y XIII la mayor parte de Europa experimento un resurgimiento urbano. Entre 1150 y 1250 el número de ciudades de Europa central aumento de 200 a 1500. La ciudad proporcionaba, sobre todo, seguridad. El Cielo, también.

La teología medieval se desarrolló en las Universidades y en los monasterios, y lo hizo de diferente manera. En las Universidades se estudiaban las Sentencias de Pedro Lombardo y posteriormente a Aristóteles, mientras que en los monasterios el libro de referencia era el Cantar de los cantares, un libro profundamente erótico. La teología escolástica eligió hacer de la contemplación intelectual la máxima felicidad. La monástica, la encontró en el amor. Cada una de esas corrientes imaginó el Cielo a su manera. La importancia dada a la experiencia amorosa por los escritores monásticos, como Bernardo de Claraval, se unió a la aparición del “amor cortés”, que, según Jacques Le Goff es la creación afectiva más novedosa de la Edad Media. La presión combinada de ambas ideas fue haciendo perder fuerza a la idea abstracta de la contemplación. Era necesario introducir el amor en el paraíso celestial. Pero había un problema: ¿eran compatibles el amor a Dios y al amor humano, que el “amor cortes” había convertido en “amor a la dama”? Este nuevo sentimiento es de una gran riqueza y complejidad, como puede verse en Nueve ensayos sobre el amor y la cortesía en la Edad Media, (Ana Basarte, comp.), pero ahora solo me interesa destacar que aparece como fuente principal de felicidad, y no solo de placer. Arnold Hauser señala que, aunque la literatura helenística sintió interés por las historias amorosas, no se puede comparar con la poesía caballeresca. “En la poesía caballeresca -escribe- es nuevo el culto del amor, el sentimiento de que debe ser alimentado y cultivado; es nueva la creencia de que el amor es la fuente de toda bondad y toda belleza y que todo acto torpe, todo sentimiento bajo significa una traición a la amada. Son nuevas la ternura e intimidad del sentimiento, la piadosa devoción que el amante experimenta en todo pensamiento acerca de su amada. Es nueva la infinita sed de amor, nunca saciada e insaciable porque es ilimitada. Es nueva la felicidad del amor, independiente de la realización del deseo amoroso y que continúa siendo la suprema beatitud, incluso en el caso del más amargo fracaso.” Este fin amour entra en conflicto con el paraíso espiritual. Giacomo da Lentini (1246) en un poema expone que no querría ir al Paraíso sin su dama “la del pelo de oro y ojos transparentes”.

La relación entre placer, amor, beatitud nos introduce en un dominio de límites y significados inciertos. Una mística alemana Mectilde (1207-1282) cuenta sus visiones en un lenguaje que nos sorprende, y que reproduce los lances del amor cortés. El alma de Mectilde aparece en el Cielo como una noble dama que hacía tiempo rechazaba la declaración de amor de un “apuesto joven”. Ella sabe que se va a rendir. Sus damas de compañía la acicalan para el encuentro, La envían a un bosque en el que cantan el ruiseñor y otros pájaros. Después de bailar, la dama se siente cansada y anhela la unión con el amado con quien se encuentra. “La amada (Mectilde)va hacia el joven más hermoso (Cristo) y entra en la cámara de la divinidad invisible, en donde encuentran la cama del amor”. En ese punto, el Señor le habla con dulzura. “Desnúdate del miedo y la vergüenza. Mantén para la eternidad solo esas nobles virtudes que están dentro de ti por naturaleza y que son el amor y tu ardiente deseo, a esos responderé yo eternamente en mi ternura sin fin”.  “De esa forma, -continúa- tiene lugar lo que ambos desean. El se da a ella y ella a él”. McDonnell y Lang comentan: “Cristo y Mectilde no son marido y mujer, sino amantes que siguen el código del amor cortes” (219). Gertrudis de Hefta (1256-1302), declarada santa católica, entiende la relación nupcial mística literalmente. Sobre todo, apoyándose en el Cantar de los cantares. En un pasaje de El heraldo del amor divino escribe: “Cuando lo amo, soy casta; cuando lo toco, soy pura; cuando lo poseo, soy virgen”. En otro pasaje escribe que era una reina que compartía trono y cama con el rey celestial. EL rey le dijo: “No puedo menos de exaltarte conmigo. Quien comparte la cama del rey es llamada reina con justicia, y es por tanto objeto de respeto”. 

La búsqueda de la felicidad tiene que encontrar su camino en las posibilidades que tiene a su alcance. Y cada tiempo y cada clase social tienen las suyas

Desde el Panóptico resulta fascinante comprobar que esa teología mística nupcial se ha mantenido. La consagración de las monjas católicas es una ceremonia nupcial, y muy antigua. La abadesa Hildegarda de Bingen hacía que en los días de fiesta sus monjas vistieran hábito blanco de boda complementado con coronas. La medievalista Caroline Bynum piensa que las monjas así vestidas se disponen a recibir la comunión, anticipo de la unión con su divino esposo.

Descubro en toda esta literatura información conmovedora para El deseo interminable. No me interesan los detalles, me interesa el impulso. La búsqueda de la felicidad tiene que encontrar su camino en las posibilidades que tiene a su alcance. Y cada tiempo y cada clase social tienen las suyas. Un cuento popular cátaro encontrado en los documentos de la inquisición envidiaba la situación de los bienaventurados, porque en el Cielo “no habrá sed, ni hambre ni frio ni calor, sino solo las temperaturas más moderadas”. ¡Cómo no conmoverse con tan humildes expectativas!

El Renacimiento quiere ampliarlas. Aspira a introducir los bienes terrenales en el Paraíso celestial, lo que tiene muchas dificultades, que no puedo tratar aquí. Solo quiero poner un ejemplo de que las “ideas de felicidad” que tenía la gente, repercutían en la imagen de la felicidad en el Paraíso.  Tomás de Aquino, como buen heredero de la filosofía griega, consideraba que el movimiento está causado por la imperfección. Un ser perfecto no tiene por qué ni para qué moverse. Como mucho, acepta que “alguna vez” (aliquando) los bienaventurados podrán moverse para “disfrutar de la variedad de las criaturas”. Hacia el siglo XV el argumento había perdido mucha de su fuerza. Los teólogos renacentistas comenzaron a poner en duda la validez de ese punto de vista. Dionisio el Cartujano (1402-1472) tras un detallado estudio de la cuestión llega a la conclusión definitiva de que existe una “vida activa en el cielo”, si bien es diferente porque está libre de toda imperfección.

Si el paraíso ha de ser humano no puede ser un lugar de inactividad ni de inmovilidad

Los pensadores renacentistas, gentes a las que le gustaba viajar a ciudades y países distantes no estaban contentos con la escasa movilidad de los bienaventurados. Bartolomeo Facio critica su postura de limitar la libertad de los santos de manera injustificada, “pues si no tienen la potestad de abandonar (el Cielo) momentáneamente cuando así lo deseen, no pueden llamarse realmente bienaventurados ya que parece que no disfrutan de libertad”. Según Facio, los ciudadanos del Cielo deberían poder visitar la Tierra donde habitamos y moverse con libertad entre ambos planos de la existencia. Los bienaventurados no podían estar privados del placer de hacer turismo. El movimiento, que había dejado ya de ser un signo de imperfección podía ahora invadir y dar nuevas formas a la existencia paradisíaca. Los bienaventurados de fray Angélico bailan con alegría y el Bosco incluso los hace navegar en un barco. Es posible que el humanista Leonardo Valla exagerara al imaginarse a los santos volando como pájaros y jugueteando por los aires o zambulléndose en el mar como los peces, pero sin duda expresa un sentimiento extendido. “Si el paraíso ha de ser humano no puede ser un lugar de inactividad ni de inmovilidad”.

El protestantismo introdujo la actividad en el cielo. El pastor luterano Philipp Nicolai (1556.-1608) consideraba que los bienaventurados puesto que todas las naciones vivirían en paz y armonía debían disfrutar viajando. Reflexionó acerca de los gozos de volver al hogar después de tan agradables visitas y contar las aventuras, mostrar los recuerdos e incluso mapas y grabados de lugares lejanos.

También Issaac Watts (1674-1748) autor de conocidos himnos religiosos consideraba que los bienaventurados explorarían mundos planetarios más allá de los que nosotros sabíamos y compartirían sus millones de descubrimientos con sus compañeros espíritus.

Años después Johann Caspar Lavater (1741-1801) en una obra en 4 volúmenes titulada Religiones sobre la eternidad predijo que los santos viajarían a lo largo y ancho de la tierra.

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