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Desde que a principios de año comencé este Diario de investigación, he escrito unas seiscientas páginas, y una gran cantidad de fichas. Esta es la parte más sencilla. Ahora tengo que comenzar a seleccionar. Leer, estudiar, informarse es fácil porque es una “actividad pasiva”. La dificultad empieza al tener que “expresar” lo que se quiere decir. La misma palabra lo indica, porque significa lo mismo que “exprimir”: sacar el zumo con esfuerzo.  Este es el trabajo que tengo que comenzar ya, si quiero terminar el libro en el plazo que he acordado con la editorial.

Escribir es un flujo continuo de decisiones

“Crear ´decía David Perkins, uno de los pioneros en estudiar la psicología de la creación- es el proceso de seleccionar gradualmente entre una infinidad de posibilidades”. Y según Paul Valery, “las tres cuartas partes de un trabajo bien hecho consiste en rechazar”. Escribir es un flujo continuo de decisiones. Pues en ese momento estoy. A vuela pluma -una anticuada expresión que me encanta- se me ocurren al menos tres índices diferentes, pero solo puede haber uno. Continuando con el símil volátil, ya no puedo seguir mareando la perdiz más tiempo. Es el momento de la decisión.

 

La satisfacción alcanzada no agota la capacidad de desear, lo que hace interminable está búsqueda

El armazón de mi argumento -su hilo narrativo- me parece claro. La historia es la sedimentación de las acciones humanas. En el corazón de todo acto late el deseo que lo impulsa, y en el corazón del deseo, como una aspiración tal vez no consciente, la idea de felicidad. En términos abstractos, llamamos felicidad a la consecución del fin de una acción. Buscar la felicidad significa buscar el fin deseado. He conseguido trabajo. He conseguido que me dé el sí la persona que quiero. He conseguido un piso. Todas esas cosas son felicitarias. Pero aquí surge el problema. La satisfacción alcanzada no agota la capacidad de desear, lo que hace interminable está búsqueda. Por eso, muchos humanos han dado en imaginar un objetivo que cumpliría todos los deseos, que supondría por fin el descanso. Vamos a llamarlo Felicidad con mayúscula. Hemos saltado de órbita y eso provoca muchos equívocos. De un concepto psicológico hemos pasado a una irrealidad soñada. Los sueños han tomado muchas formas, como espero mostrar en la Memoria sobre los paraísos terrenales, celestiales, utópicos y artificiales, donde describo el gigantesco intento de convertir las imágenes de la felicidad en paradigmas de la Felicidad. Un esfuerzo a veces sublime y a veces cómico.

La búsqueda de la felicidad real ha dado lugar a una enorme cantidad de reflexión, para intentar averiguar cuáles son los deseos más importantes, aquellos que si consiguiéramos satisfacerlos nos acercarían más a la Felicidad, al paraíso terrenal, al celestial, al utópico. Hay que llamar la atención sobre el papel que esta reflexión, con frecuencia demasiado teórico ha jugado en el modo como la humanidad se ha pensado a sí misma. La “era axial” en la que aparecieron las grandes religiones puede también considerarse la “era de la reflexión sobre la felicidad”. Esta meditación es relevante porque en la experiencia vivida la felicidad puede cifrarse en conseguir un chute de heroína. Aristóteles reconoció que la gente podía considerar el objetivo supremo conseguir el placer, la riqueza o los honores. Él lo situaba en la contemplación. Se estaba buscando, con el pretexto de definir la felicidad, líneas de superación de la finitud humana.

Defino la felicidad como la armoniosa satisfacción de nuestros tres grandes deseos: el bienestar personal, las relaciones sociales, la ampliación de las posibilidades de acción

Pienso que, puesto que nacemos con unos deseos básicos, la felicidad básica debe consistir en la satisfacción de esos deseos. Por eso la defino como la “armoniosa satisfacción de nuestros tres grandes deseos: el bienestar personal, las relaciones sociales, la ampliación de las posibilidades de acción”. La articulación de estos tres ingredientes da origen a la historia de la felicidad accesible y a la historia de la Felicidad imaginada. Hablo de “armoniosa satisfacción” porque son motivaciones que entran en conflicto: un excesivo interés en el bienestar individual perjudica las relaciones sociales, y el afán de ampliación de posibilidades -por ejemplo, la ambición- puede afectar a las otras dos grandes motivaciones.

Una de las decisiones que tengo que tomar es cómo integro este enfoque psicológico con la cronología. He hecho diferentes tanteos. Una de las dimensiones más interesantes es la historia de ese peculiar deseo cuyo objetivo es “ampliar las posibilidades de acción”. Define el carácter expansivo del sapiens, que se manifiesta de muchas maneras. Los animales grupales establecen jerarquías y defienden el estatus. Los sapiens también. Un animal enjaulado tiene limitadas sus posibilidades de acción. SI le abrimos la puerta le liberamos, porque llamamos libertad a la adecuación entre los deseos y la posibilidad de actuar para satisfacerlos. El animal desea correr y fuera de la jaula puede. Esta definición elemental de libertad, como la posibilidad de realizar los deseos, explica por qué los humanos pueden aceptar la “servidumbre voluntaria” si creen que esa situación va a satisfacer mejor sus aspiraciones, por ejemplo, proporcionándoles seguridad. La búsqueda de la comodidad, que he estudiado como una de las figuras domesticas de la felicidad, se mueve en esa misma dirección. Pero otras personas no quieren eso. Ponen su felicidad en mandar. Gregorio Marañón, que estudió esta pasión en su libro sobre el conde duque de Olivares señala que “hay un grupo de seres humanos para los que el mando es, por sí mismo, el fin de su instintivo afán: mandar por la fruición pura de mandar, como el avaro ama el oro por el oro. Esta es la forma genuina de la pasión de mandar”.

Incluyo esta pasión dentro del gran deseo de aumentar las posibilidades. “Posibilidad” deriva de posse (poder). Aumentar las posibilidades supone adquirir algún nuevo poder, es decir, la capacidad de hacer algo. El poder de dominar es solo una de sus formas. La eficiencia, la competición, el logro, la creatividad, son grandes motivaciones humanas. Spinoza, un humilde pulidor de lentes, lo reconocía: “Cuando el hombre siente que ha aumentado su poder, se alegra”.

En el origen de las naciones está la voluntad de poder de algún líder

La pasión de mandar alcanza su culminación en el poder político, y me permite plantear con claridad el problema expositivo que me preocupaba. El deseo de poder es un acontecimiento psicológico. No todas las personas lo sienten o lo sienten de la misma manera o con la misma intensidad. La búsqueda de esa concreta forma de felicidad ha influido decisivamente en la evolución de las culturas. Después de leer docenas de libros sobre el tema, para escribir La pasión del poder, el libro de Bertrand de Jouvenel –Du Pouvoir. Histoire nature de sa croissance, 1945- me sigue pareciendo el más brillante, por su manera de hacer emerger las formas políticas de esa pulsión tenaz y absorbente. En el origen de las naciones está la voluntad de poder de algún líder. La idea de que el jefe es una creación del grupo, es ingenua y romántica. El caudillo no es la expresión natural de la voz del pueblo. El caudillo se impone.

En las sociedades arcaicas el poder del jefe de la familia coopera con el de las otras familias. Se elige a un jefe para una situación determinada, por ejemplo, para una guerra. Son jefaturas limitadas en el tiempo. Pero al implantarse la agricultura y la vida en la ciudad, la necesidad de organización y de seguridad permiten la aparición de figuras más enérgicas. La pasión del poder confiere a esas personas la fuerza suficiente para dominar a los demás. Busca afanosamente la felicidad. Jouvenel escribe: “El hombre, prendado de sí mismo y nacido para la acción, se estima y se exalta en la expansión de su propia personalidad, en el enriquecimiento de sus facultades. Quien conduce a otro grupo humano cualquiera se siente crecido de manera casi física”.

Para que una persona sea capaz de hacerse obedecer por un grupo amplio, necesita primero tener el apoyo de un grupo de incondicionales. Durante la Edad Media, el poder del rey era muy limitado, porque tenía que contar con los nobles. Por ello, el monarca tenía que eliminarlos, y un modo de hacerlo era aliarse con el pueblo, para lo que tenía que concederle favores. De esa manera, dice Jouvenel, se produce un efecto inesperado. La obsesión egoísta del poder acaba beneficiando a la plebe, lo que da estabilidad al poder. En la próxima entrada explicaré este tránsito con más detenimiento, porque es un extraordinario ejemplo de la historia emocional de la humanidad.

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