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En un reportaje publicado en El País (28.10.2022) sobre el primer gobierno socialista, Solchaga recuerda: “Aquí en el Consejo no vamos a votar”, nos dijo Felipe. “Vamos a debatir todo el tiempo que sea necesario. Pero una vez que yo vea que está el debate agotado, tomaré una decisión y aquí a todo el mundo le toca respaldarla y punto”. En sus memorias, Guerra se atribuye la autoría de esa frase: “Aquí no se vota”. Tal vez a alguien le parezca un tic autoritario, pero a mí me parece que esa es la obligación de un jefe de gobierno. Debe fomentar el debate, escuchar los argumentos, comprenderlos, ponderarlos y tomar una decisión. Eso hace tan difícil su tarea. En este blog iré publicando los datos que he recogido sobre cómo debe ser la “Inteligencia del político”. Una glorificación precipitada de la “inteligencia colectiva” supone que es más potente que la inteligencia individual. La realidad es más compleja. Un grupo tiene más conocimiento que una persona sola, pero no es seguro que eso suponga que va a elegir mejor. Es lo que estudió hace cincuenta años Irving Janis. Lo que sabemos sobre el cerebro humano puede aplicarse a la política. Hay una interacción entre la “inteligencia ejecutiva” y la “inteligencia generadora”. La ejecutiva es la encargada de fijar las metas, estimular y presionar a la generadora, y evaluar sus propuestas. Estas proceden de la “inteligencia generadora”, que es la depositaria de los conocimientos y las competencias y debe encargarse de proporcionar brillantes ocurrencia. Pero no es de su competencia tomar decisiones.

«Un jefe de gobierno debe fomentar el debate, escuchar los argumentos, comprenderlos, ponderarlos y tomar una decisión. Eso hace tan difícil su tarea»

En mis archivos tengo muchas historias de cómo los jefes de gobierno han tomado decisiones. Extracto las notas sobre primeros ministros ingleses. Chamberlain al tratar la política internacional se volvió autocrático y especialmente intolerante con las críticas. “Albergaba una fe personal en que era capaz de amansar a los dictadores y hacerles entrar en razón” (Swinton). “Odiaba la oposición del tipo que fuera” (Cooper). Eden era indeciso y temía parecer débil. Keith Kyle comenta: “Le obsesionaba no parecer vacilante”. Andrew Rawnsley, periodista británico que siguió la carrera de Blair, comenta: “El señor Blair tiene muchos puntos fuertes. Pero una de sus mayores debilidades es su obsesión por no parecer débil”. Chamberlain, Eden y Blair se equivocaron porque pasar por alto el consejo del gobierno es muy peligroso cuando se está ansioso por parecer fuerte. A Churchill, que se considera un “hombre providencial”, le interesaba poco la política interior, no se relacionaba fluidamente con su gobierno ni con los altos mandos militares, y se dejaba aconsejar solo por un par de personas de su confianza. Attlee era una personalidad distinta.  Archie Brown escribe: “Había en su gobierno media docena de hombres con más talento que él, y supo aprovechar esta circunstancia en su favor como primer ministro. No era vanidoso y tenía buen ojo para las debilidades y fortalezas de sus colegas. Les dio carta blanca para hacer su trabajo y apenas intentó imponer sus propios puntos de vista en las políticas de los diversos ministerios”. En el caso de Thatcher, los éxitos de sus primeros mandatos -comenta Kershaw- le hicieron pensar que era invencible, “Su arrogancia del poder la volvió funestamente impermeable a cualquier consejo que no le gustara”.

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