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En nuestro cerebro hay un centro de recompensas y un centro de castigos. En ellos nacen las experiencias de placer y dolor, de refuerzos positivos o negativos. Su función es dirigir el comportamiento, impulsando a repetir los actos placenteros y a evitar los desagradables. Son el fundamento de nuestro GPS afectivo. Para cualquier organismo es bueno lo que produce placer y malo lo que produce dolor. Menos para el humano. En nuestro caso, la contundencia de ese principio desaparece. Deja de ser una guía infalible para nuestra conducta. Nos vemos forzados a elegir entre diversos tipos de placeres o entre placeres a corto y largo plazo. Si definimos el placer como la consecución de un deseo, hay unos que nos encierran en nosotros mismos, y otros que necesitan ser compartidos. Algunos oscilan entre ambos extremos, por ejemplo, el placer sexual. Leo en La Vanguardia un buen reportaje de Mayte Rius titulado “El bajo deseo sexual se extiende entre las parejas jóvenes”.  Menciona la encuesta Los españoles y el sexo, realizada por la empresa Control, que indica el auge de las conductas masturbatorias. Los sexólogos observan que las nuevas generaciones se han vuelto “comodonas” también en el sexo y que muchas personas interiorizan que es más fácil busca placer en el porno o en el autoerotismo, y que la intervención de otra persona es más un incordio que una ayuda. En esto ha influido también la publicidad sobre la masturbación femenina. De hecho, se considera un modo de “empoderamiento femenino” y por eso se enarbolan los satisfyer como símbolo de liberación. Mi Archivo me recuerda que la historia de la masturbación es una crónica del disparate, que en parte conté en El rompecabezas de la sexualidad.  Para alguno teólogos medievales era un asesinato, porque pensaban que el niño estaba en el semen, y que la mujer era solo un albergue donde se alimentaba y protegía a la criatura. La condena de la masturbación se refería, claro está, a la masculina, porque la femenina no existía. Las cosas han cambiado mucho. Durante la administración Clinton, la secretaria de educación Jocelyn Elders sostuvo que los beneficios de la masturbación son tantos que debería enseñarse en la escuela. Clinton la obligo a dimitir. Al parecer, hay desde 1995 un Día mundial de la masturbación. Pero dejaré esta historia para otro día.

La experiencia moral de la humanidad fue en gran parte una meditación sobre el placer y sus problemas. Eso es lo que me gustaría recordar en un momento en que recibe una exaltación un poco ingenua. El primer axioma moral dice: “Todo lo placentero incita a ser conseguido”. Pero es inmediatamente corregido por un segundo principio: “No todo lo placentero es conveniente”. Por ejemplo, las drogas, la agresión sexual, o el sadismo son casos claros por su dramatismo. El debate entre estos dos principios forma parte importante de la historia de la humanidad porque se ha desarrollado en todas las culturas.

Los antiguos griegos nos proporcionan un ejemplo luminoso de cómo gestionar la irrebatible evidencia del placer. Demócrito, anticipándose a Epicuro, estableció que «el placer y el dolor constituyen el criterio de lo útil y de lo perjudicial » (Diels, B 188.189). Pero este sentido hedonista queda atenuado por otras máximas en que se prescribe que el placer debe regularse por la razón. «Para los hombres, la felicidad nace de la medida en el placer y de la proporción de la vida. Todo efecto o exceso acarrea cambios para mal, y produce grandes perturbaciones en el alma» (B.191). Comienza así una crítica de la desmesura que se va a prolongar a lo largo de toda la filosofía griega. Y que ya venía de Solón, que, como el dios de Delfos, recomendaba la medida, sabía del castigo que viene de los excesos (Solón 4,7,14 (tema de la medida), 1,3,8 (castigo de la hybris). Hay que prever las consecuencias de entregarse al placer. Por la moderación se consigue el equilibrio interior. «La medicina cura los males del cuerpo. La sabiduría libera el alma de las pasiones» (B. 31). «No solo es valiente el que vence a sus enemigos sino también el que es señor de sus propias pasiones» (B.214). «Es difícil combatir contra el propio corazón, pero vencerlo es propio del hombre que razona bien» (B. 236, B.211). Comienza también a hablarse de una gradación del placer: el mayor placer consiste en la contemplación de las verdades bellas (B.194-207).

La ética es un conocimiento inductivo y solo a partir de la experiencia podemos establecer normas fundadas.

Platón es el gran destilador de la sabiduría griega. El placer sensible no puede ser el sumo bien porque es inestable e insuficiente y solamente puede considerarse como bien particular de la parte más baja del hombre. Una vida totalmente entregada al placer no podría llamarse humana, sino animal, porque el hombre además de cuerpo material tiene también alma inteligente (Filebo, 19 a-b). Pero tampoco puede consistir el sumo bien en la sabiduría pura: «¿Quién de vosotros querría vivir poseyendo toda la sabiduría, toda la inteligencia, toda la ciencia y toda la memoria que es posible tener; pero a condición de no experimentar ningún placer, pequeño ni grande, ¿ni ningún dolor?». Aspiramos pues a una vida mixta alimentada de dos fuentes: «La del placer que pude compararse a una fuente de miel, y la de la sabiduría de la cual brota un agua pura y saludable» (Filebo, 61 c) En la mezcla, añade debe entrar toda el agua, pero no toda la miel.

No es este el lugar para seguir con esta historia. Sólo quería poner de relieve que la ética recoge la experiencia de la humanidad. No la hemos recibido por ninguna revelación, no procede directamente del sentido común, sino que la hemos ido aprendiendo a través de triunfos y fracasos, de horrores y heroicidades, y que la osadía de los que piensan que sobre estos temas se puede pontificar sin conocer su historia son, fundamentalmente, unos ignorantes. La ética es un conocimiento inductivo y solo a partir de la experiencia podemos establecer normas fundadas.

 

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