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Las relaciones entre poder político y poder económico muestran la necesidad de elaborar una “historia bajo rayos gamma”. No se pueden comprender sin conocer las pasiones que las mueven. El diccionario, que es la sedimentación de experiencias seculares, nos brinda la cartografía de un territorio ardiente:  poder, mando, dominación, ambición, codicia, avaricia. Vamos a abandonar ese paisaje de lava enfriada que es el léxico, para descender a las entrañas del volcán que lo originó. Tucídides -el primero, hasta donde sé, en hacer una interpretación pasional de la guerra civil (stasis)- comenta: “En el origen de todos estos males está el deseo de poder que inspiran la codicia y la ambición personal”. Une así tres poderosos motores de la historia: codicia, ambición y voluntad de poder. ¿Cuál es su relación? En castellano, codicia es un deseo excesivo de bienes materiales. Es la pasión de poseer, sin buscar otra finalidad. Su figura más absurda es la del avaro que no disfruta de lo que tiene, sino de guardar lo poseído. Como estudié en Pequeño tratado de los grandes vicios, los moralistas clásicos consideraban esta conducta moralmente mala porque entorpece la distribución y la circulación del dinero. Su exageración patológica es el “síndrome de acumulación compulsiva”, o “sigilomania”.  La Historia nos ofrece la experiencia de millones de seres humanos. Me permite oír decir a un fraile dominico del siglo XIII -Tomás de Aquino-que la avaricia es un pecado contra la justicia, porque “como los bienes temporales no pueden ser poseídos al mismo tiempo por muchos, un hombre no puede tener excesivas riquezas sin que otro caiga en la indigencia” (Sum. Theol. I-2. Q. 118, .1).  Un brillante historiador, Albert O. Hirschman, ha descrito cómo ha cambiado la evaluación de la avaricia. La Ilustración consideró que la pasión por el dinero era menos peligrosa que la pasión del poder.

Dejemos la avaricia para seguir nuestro análisis. La ambición es la pasión de triunfar, de ampliar las propias posibilidades, de expandir el propio yo, de alcanzar metas más altas, que pueden ser muy variadas: el premio Nobel, un campeonato, tener fama, riqueza o poder, o ser oficial de segunda. Una variante de esta pasión de triunfar es la pasión del poder, un tipo de ambición que se centra en dominar a otros, en mandar.

Siempre se ha desconfiado de estas tres pasiones -poseer, triunfar, dominar- porque son insaciables y con frecuencia implacables. No tienen sistemas internos de frenada. Además, suponen una hipertrofia del yo, que puede acabar desdeñando a los demás. Numerosas investigaciones demuestran que el poder político o económico aleja de los demás y rebaja la empatía. Pero no se los puede condenar de plano porque su carencia también resulta decepcionante. El historiador Rafael Altamira se quejaba de que en España ha habido siempre una falta de ambición económica (Altamira, R.: Los elementos de la civilización y del carácter españoles1950). Ortega, en una de esas ocurrencias brillantes que no justificaba, decía que el español debería desear más, es decir, ser más ambicioso. El cristianismo, que predica la humildad, no supo qué hacer con el poder ni con la virtud aristotélica de la “magnanimidad”, que era el deseo de emprender cosas altas, de tener un “alma grande” para no caer en su contrario, la “pusilanimidad”, es decir, el alma pequeña. René-Antoine Gauthier ha contado esta apasionante página de la historia de la conciencia europea en su extraordinario libro Magnanimité: L’idéal de grandeur dans la philosophie païenne et dans la théologie chrétienne. No solo la moral, tampoco la psicología ha sabido que hacer con la ambición, a la que a veces ha estigmatizado (Judge, T. A., & Kammeyer-Mueller, J. D. (2012). “On the value of aiming high: The causes and consequences of ambition”. Journal of Applied Psychology, 97(4), 758–775). Sin embargoel aspecto malsano de la ambición ha ido desapareciendo y en la actualidad se ha convertido en algo deseable. Este paso lo ha historiado W.C. King, en su libro Ambition, a history: From vice to virtue (2003), que concluye así:

 “Sacar la ambición del repertorio de vicios y reivindicarla como una virtud fue una condición ideológica para el establecimiento de los Estados Unidos. Sin ambición, no habría América. Comprender la ambición en su contexto ideológico e histórico ilumina un aspecto de nuestra Declaración de Independencia, nuestra Revolución y un aspecto fundamental de nuestro carácter nacional. De ser una manifestación del pecado original, la ambición se transformó en “otro nombre de la Virtud Pública” (p.190).

La pasión del poder también produce fascinación y miedo. Resulta llamativo que los mismos que reconocían el origen divino del poder político desconfiaran de él. Decía el Papa Gregorio VII en una carta al obispo Hermann de Metz.” ¿Quién no sabe que los reyes y los príncipes derivan su poder de unos hombres desconocedores de Dios que aspiraban a avasallar a sus semejantes mediante el orgullo, el pillaje, la traición, el asesinato y, por último, mediante todo tipo de crímenes, por instigación del diablo, el príncipe de este mundo?”. San Agustín pensaba lo mismo, y Tomás de Aquino admitía que las relaciones de dominio eran un hecho natural teniendo en cuenta las propensiones del ser humano, pero estaba convencido de que se trataba de una institución que tenía sus raíces en el pecado.

Esta incursión en el campo de las pasiones humanas ha tenido como objetivo ayudarnos a comprender las variadas y complejas relaciones entre al afán de riquezas y el afán de poder que se dan en el comportamiento de las oligarquías económicas, tema al que dedicare el próximo post.