Skip to main content

Este post puede parecerle complicado y largo. Aunque lo he dado muchas vueltas, no he sabido escribirlo de otra manera. Tal vez sea inevitable porque trata de un embrollo político conceptual en el que todos estamos metidos. Tenía razón Einstein: “Las cosas hay que explicarlas de la forma más sencilla posible, pero no más”. Este post forma parte del “Diccionario de términos políticos confusos”, que constituirá una de las asignaturas centrales de la Academia del Talento Político. Es imposible hacer políticas claras utilizando términos confusos. Recuerden que la idea central de la Academia es que todos los miembros de la polis son políticos, y que a partir de esta condición fundamental unos se dedicarán a tareas de gobierno y otros no, pero dejando claro que no por ello pierden su “poder político”, sino que lo ejercerán de otra manera, que debemos aprender. Es la naturaleza social del ser humano, su búsqueda de mejores condiciones de vida viviendo en la ciudad, lo que ha hecho necesario crear una “segunda naturaleza humana”, dotada de su propio “derecho natural inventado”: el «zoon politikon”, el ciudadano. Conviene no olvidar que se trata de una invención, pero de una invención salvadora. Lo expliqué en Tratado de filosofía zoom.

Tras una larga evolución del concepto de poder, de su origen y de su titularidad, las naciones democráticas han reconocido el “poder político de los ciudadanos”.  Las constituciones democráticas dicen que la “soberanía”, el poder originario, reside en el Pueblo o en la Nación. Aquí comienzan las dificultades, porque no está claro que sean sinónimos. Pueblo es un colectivo de individuos, mientras que Nación es un ente abstracto, con derechos propios.

Hemos querido democratizar la idea de “soberanía” fundándola en el “poder constituyente” del ciudadano, pero esta solución también es una chapuza útil.

Pero las confusiones no terminan ahí. Toda nuestra arquitectura política es una construcción hecha para resolver los problemas de la convivencia, y, frecuentemente, con un “pragmatismo chapucero”. Llamo “chapuza” a la resolución de un problema no con los medios óptimos, sino con los que se tienen a mano. Funciona, y por eso conviene mantenerla hasta tener otra solución mejor, pero sin pretender defender su idoneidad. Por eso los “fundamentalismos ideológicos” están fuera de lugar, porque pueden defender una solución provisional. Un concepto chapucero que ya he comentado es el de “soberanía”. Se inventó para justificar el poder absoluto del monarca y ahora lo usamos para defender el poder absoluto de la nación, sin darnos cuenta de que con ello seguimos defendiendo un concepto absolutista del poder, que continúa haciéndonos súbditos y que es incompatible con otros sistemas conceptuales. Por ejemplo, los “derechos humanos” deben estar por encima de la soberanía.

Hemos querido democratizar la idea de “soberanía” fundándola en el “poder constituyente” del ciudadano, pero esta solución también es una chapuza útil. La historia comienza en Sieyés y la revolución francesa. Sieyés piensa que el origen del poder político y su legitimación está en un “poder constituyente” del ciudadano, originario, fundado en sí mismo. Es un concepto “mágico”, porque crea una realidad superior a sí misma, el “poder constituido”, expresado en la Constitución, que, sin embargo, pone límites al poder constituyente. En vez de ser la fuente continua de donde mana el poder, se convierte en una fuente intermitente, que solo se abre en periodos constituyentes. ¿Y mientras tanto, qué es de ella? Es una jugada hábil, pero autodestructiva. El poder constituyente se mete en cintura a sí mismo. Un poder absoluto decide no ser absoluto. La Constitución lo domestica, pero no lo puede eliminar, tiene que seguir apelando a él, e intenta hacerlo abriendo vías para cambios constitucionales.

Tiene razón Toni Negri al considerar que la idea de “poder constituyente” es revolucionaria, y al intentar aprovechar esa capacidad al máximo. Lo hace en su libro «El poder constituyente.  Ensayo sobre las alternativas de la modernidad”. “El poder constituyente es la definición de todo posible paradigma de lo político. Lejos de ser algo oculto en el poder constituido es la esencia de lo político. No hay comunidad preconcebida, no hay fuerza decisiva, en la definición constituyente de lo político, la comunidad es cada día decidida y reconstruida”. Esto me recuerda la definición de Nación dada por Ernest Renan: “un plebiscito permanente”. Sin proponérselo, estaba afirmando que el “poder constituyente” debe estar siempre activo, sin coagularse en un “poder constituido”. (Nota erudita y por ello tal vez impertinente, menos para los espeleólogos que gustan de descubrir las corrientes ideológicas subterránea que atraviesan nuestra historia. La distinción entre “poder constituyente” y “poder constituido” es la misma que Spinoza hizo entre “natura naturans” y “natura naturata”. La “natura naturata” -la que todos vemos- deriva de la “natura naturans”, que es Dios. Las características del “poder constituyente” son divinas, porque se crea a sí mismo. Eso es lo que vio Carl Schmitt y lo expresó diciendo que “todos los conceptos políticos modernos tienen un origen religioso”. Era un nazi y lo sabía)

El “poder constituyente”, decía Sieyés, es el reconocimiento de que cada individuo tiene el derecho a decidir sobre su forma de gobierno. Se trata, sin embargo, de una noción contradictoria. El poder constituyente de los ciudadanos les permite promulgar una constitución que decidirá quienes son los ciudadanos que podían elaborar una constitución. La constitución americana comienza con la afirmación de su autor “We the People”. Para que esta frase tenga sentido, el “Pueblo” ya debía estar constituido como tal. Toda constitución se basa en una preconstitución, y llevado esto a sus últimas consecuencias, al final es la humanidad entera (“Nosotros los humanos”) los que deberían autoafirmarse como dotados de “poder constituyente”.

Mientras tanto, vivimos en un mundo con lealtades y fervores nacionalmente compartimentados, y con derechos nacionalmente protegidos, a los que tenemos acceso a través de los canales de la nacionalización. Los apátridas no tienen derechos. Esto explica la tesis de estos últimos post. Las relaciones internacionales se rigen por el derecho de la fuerza, porque no tenemos un sistema real de derecho internacional fundado en una constitución universal basada en el reconocimiento del “poder constituyente de todos los seres humanos”. Lo que ha resuelto gran parte de los problemas políticos internos no hemos sido capaces de aplicarlo al ámbito internacional. Deberíamos identificar a los culpables.