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La tarea del historiador, escribe Jean Delumeau, “queda gravemente incompleta si no se incluye el discurso de la felicidad de nuestros predecesores y las imágenes con que lo nutrieron”.  Para eliminar esa falta, escribió Une histoire du paradis, Fayard, 1993. En ella estudia el paraíso terrenal de la tradición bíblica, las disputas sobre su localización, la nostalgia tras su pérdida, las ensoñaciones milenaristas, las utopías, la felicidad en el horizonte del progreso.

Collen McDannell y Bernhard Lang han escrito Historia del cielo, ciñéndose a la tradición cristiana. La teología ha intentado responder a las preguntas ¿qué experimentaran los cristianos tras la muerte? La variedad de respuestas, dicen, son decepcionantes para un teólogo, pero interesantísimas para un historiador. “Nuestro interés se centra en la manera en que se han reformulado y criticado las antiguas imágenes a la luz de las nuevas ideas, experiencias o acontecimientos sociales, es decir, en cómo influye el clima cultural de una época en las concepciones de la eternidad” (179). En el fondo, lo que les interesa no es la construcción teórica en sí misma, sino como contribuye a explicar el misterio de la vida presente. “Las diversas maneras en que han concebido el Cielo las personas nos revelan en realidad como se concibieron a sí mismas, a sus familias, a su sociedad y a su Dios”. Feuerbach escribió que el Cielo es la clave para entender el secreto de la religión. Los autores van más allá y piensan que puede ser la clave de nuestra cultura occidental.

Siguiendo esta idea, también se ha considerado que el paraíso islámico es la clave para comprender su concepción del mundo. La palabra árabe yanna significa simplemente jardín, y, según la escatología islámica, las almas residirán allí desde la resurrección. Los musulmanes creen que el tratamiento que cada uno recibirá estará de acuerdo a su comportamiento en la vida terrenal. (Schimmel, Annemarie (2003). El Islam y las maravillas de la creación: El Reino animal. (pág. 46). Al-Furqan Islamic Heritage Foundation).

Frente a los textos cristianos, elaborados por pensadores agnósticos o platónicos, los textos islámicos describen lo que consideran la felicidad: todo lo que uno puede desear: una vida inmortal para sus habitantes, feliz, sin daño, dolor, miedo o vergüenza, donde se satisface cada deseo. Las tradiciones aseguran que todos serán de la misma edad (33 años) y de la misma estatura. Su vida estará llena de venturas incluyendo trajes lujosos, joyas y perfumes, participando en banquetes exquisitos servidos en vajillas sin precio por jóvenes inmortales y descansando en divanes adornados con oro y piedras preciosas. Los alimentos mencionados incluyen carnes y vinos aromáticos que no embriagan ni inclinan a las peleas. Los residentes en la Yanna se regocijarán con la compañía de sus padres, esposos, e hijos (siempre que hayan sido admitidos al paraíso), conversando y recordando el pasado. Los textos también mencionan a las huríes, creadas en la perfección, con las cuales compartir las alegrías carnales («un placer cientos de veces mayor que el terrenal«). Es, por supuesto un paraíso masculino.

Las viviendas serán agradables, con amplios jardines, valles sombreados y fuentes perfumadas, habrá ríos de agua, leche, miel y vinos, frutas deliciosas de todas las estaciones sin espinas. Un día en el paraíso se considera igual a mil días en la tierra. Los palacios serán de oro, plata y perlas, entre otros materiales, y también habrá caballos y camellos de «blancura deslumbrante», junto con otras criaturas. Se describen grandes árboles y montañas hechas con almizcle, entre las que los ríos fluyen por valles de perlas y rubíes.

Eso no es todo. También habrá una mayor comunicación con Alá. Según el Corán, Dios elegirá periodos en los que se estará cerca de su trono (arsh), días en los cuales «algunas caras brillarán al contemplar a su Señor«. La visión de Alá será la mayor de todas las recompensas, sobrepasando al resto de placeres.

La descripción sensorial del Paraíso contrasta con la visión del Cielo que San Juan da en el Apocalipsis. Según su propio testimonio, se le permitió ver “una puerta abierta en el cielo”. Al entrar se encontró con una vasta sala en la que se veía un trono y Dios en forma humana. Alrededor del trono había cuatro espíritus con seis alas y múltiples ojos. Junto a ellos, otros doce tronos de menor tamaño a cada lado del trono, ocupados por veinticuatro ancianos que van vestidos de blanco y llevan coronas de oro. Detrás, un ejército de ángeles. Todo esto es una transposición de una corte imperial. El premio celeste cosiste en ser admitido en la corte del emperador.

Sería injusto reducir a esta experiencia cortesana la concepción cristiana del Cielo. Otra tradición procede de la experiencia mística, de unión con la divinidad. Desde el Panóptico, la experiencia mística resulta fascinante. Y para mi proyecto, más aún, porque si hacemos caso a quienes la han experimentado, sería una experiencia de felicidad completa. Descripciones muy parecidas se dan en las experiencias hindúes, en el despertar budista, el satori zen, las experiencias narradas por Filon o Plotino, o las contadas por los místicos cristianos.  En todas ellas se da una unión íntima con Dios, que produce una felicidad plena y absoluta. En Confesiones 8, 12, San Agustín cuenta que, durante una conversación en el jardín entre Mónica, su madre, y él, intentaban imaginar cómo sería “la vida de los santos”. San Agustín nos narra que avanzaron paso a paso a través de todas las cosas corporales hasta el Cielo, y avanzando más allá la pareja llego a tocar la mismísima divinidad, y el joven Agustín y su madre experimentaron un rapto extático. San Agustín afirmaría más tarde que cualquier deleite de nuestros sentidos carnales, aunque sea el más grande, revestido del mayor esplendor corpóreo, ante el gozo de aquella vida eterna no solo no es digno de comparación, pero ni aun de ser mentado”. A pesar de haber tocado a la divinidad “solo ligeramente”, se sintieron llenos de gozo y felicidad, se quedaron en silencio, “y suspiramos” (Confesiones, 9,10).

Posiblemente tendré que dedicar un capítulo de El deseo interminable a estudiar los paraísos terrenales, celestiales y artificiales. Ya veremos.

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