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A finales de los noventa leí Una historia íntima de la humanidad, de Theodore Zeldin, un historiador inglés al que no conocía. Me pareció un libro brillante. Pretendía contar el papel que las emociones tienen en nuestras vidas. En las dos mil páginas de la Histoire des passion françaises 1848-1945, hace lo mismo, pero con una minuciosidad sorprendente. Estudia un tema relacionado con la felicidad: las ambiciones de la gente corriente. Considera que se estudian poco, aunque una sociedad se caracteriza por el contenido de esas ambiciones, y por la manera como son satisfechas o decepcionadas. Es un tema de actualidad. El último número de L’Obs trata en portada la desaparición de la ambición. Muchos franceses están dejando sus trabajos, descontentos con sus condiciones. En Estados Unidos sucede lo mismo. Lo llaman “the great resignation”. 

Los maestros estoicos y los orientales proponían como solución tener pocas expectativas, pocos deseos y no ser envidioso

Una de las características del “sentimiento subjetivo de felicidad” es que se trata de una experiencia diferencial. Es el balance entre lo esperado y lo conseguido. O entre lo que tienen los demás y lo que tengo yo. Por eso los maestros estoicos y los orientales proponían como solución tener pocas expectativas, pocos deseos y no ser envidioso.

Zeldin estudia la historia de las actitudes con relación al éxito. Utiliza documentación poco frecuente, como las guías para la elección de carreras. Edouard Charton, en su Guide pour le choix d’une carriere, (1842) pensaba que el hijo debe seguir el oficio de su padre y aprovechar su reputación. Conviene no aspirar demasiado alto. “El secreto para conseguir una vida feliz -escribe- es hacerla útil, poco afanosa y simple”. El objetivo ideal para un joven con poca fortuna debería ser no tomar riesgos y más que intentar doblar sus ingresos, encontrar una posición honorable y tranquila que ocupe y desarrolle su inteligencia y la conduzca por vías lentas pero seguras a la estima popular” (Zeldin, Tomo I, p.116).

Esto, sin embargo, iba en contra de la ambición de los padres a que sus hijos tuvieran una posición más elevada, siguiendo la suposición de que “la felicidad es proporcional a la elevación del rango social”.  Charton insiste mucho en que la “estima pública” es el objetivo más gratificante. Era preciso hacer ciertas concesiones a los que estaban ávidos de gloria. La gloria era una noble ambición -el siglo XVII había amado la gloria – pero en el XIX se la valora menos. La burguesía parecía rechazar todo idealismo. Sin embargo, el disfrute de los bienes materiales no era suficiente. Deseaba también la estima de los demás y el reconocimiento público de sus méritos (Zeldin, p. 1149). Su conclusión es que “el hombre estimado es más feliz que el hombre admirado y la vida más deseable es la más simple”. Hay una gran desconfianza sobre las expectativas exageradas. Jean Baptiste Descuret, en La médecine des Passions (1842) advierte que la ambición es peligrosa para la salud, en especial si cursa con melancolía y monomanía ambiciosa. “El ambicioso -concluye- es un enfermo”. Pocos años después, el Doctor Bergeret en Les Passions: dangers et inconvénients pour les individus, la famille et la societé (1878) señala que la pasión por las riquezas y la posterior pasión por el libertinaje acaba por matar “por una tensión demasiado fuerte del cerebro”.

Pero en 1908 las cosas ya habían cambiado en Francia. Se empezaba a pensar que los franceses debían modificar sus hábitos de inmovilismo y seguir el ejemplo de Estados Unidos. Y no se condena la ambición, lo que importa es la acción, la energía. Trabajar para ganar dinero no es un deshonor.

El libro de Zeldin me recuerda algo que no he tenido en cuenta hasta ahora: la relación de la felicidad con el éxito. Buscaré en mi archivo para ver que encuentro.

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