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El PSOE quiere introducir una asignatura de Valores cívicos y constitucionales en la futura ley de educación, mientras que Unidas Podemos defiende una asignatura de Ética para todos los alumnos. Por su parte, los conservadores piensan que se pretende resucitar la Educación para la ciudadanía, con propósito adoctrinador. Otros creen que con la religión basta o que la ética no se puede enseñar sino vivir. Los culturalistas opinan que todas las culturas son válidas. El relativismo empapa la sociedad del posdeber. Más complicación: la Constitución reconoce el derecho de los padres a elegir la educación religiosa y moral de sus hijos. ¿Hay forma de desenredar ese lío? Sí, desde el Panóptico, contemplando la evolución de la humanidad. Todas las sociedades han necesitado crear un sistema normativo para resolver los problemas de la convivencia. Los problemas son siempre los mismos, pero las soluciones cambian. La experiencia ha ido seleccionando las mejores soluciones. Esa es la ética: una moral transcultural.

El artículo inicial de este Panóptico se publicó en EL MUNDO el día 8 de noviembre de 2020.


EL PANÓPTICO 10


No se pueden comprender las creaciones humanas, y la moral lo es, sin conocer su genealogía. Esa es la esencia del Panóptico. Nuestra especie tuvo unos orígenes muy humildes. Heredamos de nuestros parientes animales impulsos contradictorios: la agresividad y la sociabilidad. El biólogo E.O. Wilson sostiene que “probablemente durante el periodo del homo habilis, hace dos millones de años, se estableció una competición entre la selección a nivel individual (individuos compitiendo con otros individuos dentro de un mismo grupo), por un lado, y por otro la selección a nivel grupal (competición entre grupos). Esta última fuerza fomentó el altruismo y la cooperación entre miembros del grupo. El conflicto entre ambas fuerzas puede resumirse de la siguiente manera: dentro de un grupo, los individuos egoístas se imponían sobre los altruistas; pero los grupos formados por altruistas se imponían sobre aquellos compuestos por egoístas. Es decir, aunque corramos el riesgo de simplificar demasiado, la selección individual fomentaba el pecado mientras que la selección grupal fomentaba la virtud”.

Al ampliarse el tamaño de los grupos -lo que el especialista en ética Peter Singer ha denominado “el círculo expandido”– las normas instintivas, que eran eficaces para pequeños grupos fundamentalmente consanguíneos dejaron de serlo. Tuvieron que ser sustituidas por otras que protegían el grupo: constituyeron la moral de esa comunidad. Los sapiens nacientes tuvieron que inhibir los impulsos antisociales y fomentar los sociales, como la cooperación y la compasión. Impusieron sistemas normativos, cultivaron sentimientos prosociales, aprovecharon la necesidad de reconocimiento que tienen los humanos, fomentaron sentimientos como la vergüenza, la culpa y el deseo de fama, y construyeron la sociedad sobre el autocontrol de los impulsos y sobre la obediencia. El interés por el provecho propio o por el de la familia tuvo que ser sustituido por el interés tribal. La capacidad del ser humano para obedecer normas guió nuestra evolución (Hayek).

Los problemas planteados por la convivencia, la necesidad de coordinar los intereses individuales con los intereses de la tribu, de la ciudad, de la nación, son los mismos en todas las sociedades. Como señaló Clifford Geerz, un gran antropólogo, los problemas son comunes, pero las soluciones son distintas. Desde el Panóptico se descubren nueve problemas morales universales:

    1. La relación entre el individuo y la tribu

    2. El valor de la propia vida y de la ajena

    3. Los bienes, su propiedad y distribución

    4. El poder y la participación en él

    5. El establecimiento de procedimientos pacíficos para resolver conflictos

    6. El sexo, la familia y los hijos

    7. El cuidado de los débiles, enfermos, pobres y viudas

    8. El trato a los extranjeros y

    9. La relación con la muerte, los dioses y el más allá.

Las soluciones son variadas. Hasta doce mil sistemas jurídicos diferentes mencionan los expertos, pero, por debajo de esa proliferación, los problemas que intentan resolver son siempre los mismos. Los valores que se intentan alcanzar son también iguales: la vida, la paz, la seguridad, y, en términos modernos, el derecho a buscar la felicidad.

La genealogía de la moral que he esbozado explica que la relación entre el individuo y la tribu sea un problema fundamental. La educación tenía que enseñar que la tribu era más importante que el individuo, y que éste tendría que sacrificarse por ella si fuera necesario. Cuando aparece la escuela pública tiene como objetivo reforzar la identidad nacional. A cambio, la tribu le proporcionaba seguridad, pertenencia e identidad. Ser excluido de ella, desterrado, era un castigo terrible. Este sentimiento es tan profundo que sigue presente en todas las emociones patrióticas con una gigantesca y ancestral fuerza motivadora. Se concentra en un lema clásico en las antípodas del interés individual: Dulcis est pro patria mori. Es dulce morir por la patria.

Pero esto es solo el comienzo de la historia, porque el individuo poco a poco quiso independizarse de la tribu. Lev Vigotski, posiblemente el psicólogo más genial del siglo pasado, descubrió ese mismo guión en la evolución de la inteligencia infantil. El niño aprende a controlar su propia conducta obedeciendo, pero una vez que lo ha conseguido quiere obedecerse a sí mismo, no a los demás. Dicho en términos técnicos, es el paso de la “heteronomía” a la “autonomía”. La historia de este proceso es admirable. La evolución de los sapiens consideró durante milenios que la obediencia a las leyes era la virtud más alta, hasta que cambió y valoró como valor más alto la “autonomía” y, en su caso, la desobediencia. Este es un salto tremendo, cuya radicalidad nos presentó Sófocles en Antígona, quien por obedecer a su conciencia desobedece las leyes de la ciudad. Su conducta es tan escandalosa, que el coro la increpa llamándola autonomós, justo lo que ahora consideramos un elogio. Desde el Panóptico también podemos rastrear esa marcha hacia el individualismo, la autonomía y la desobediencia.

Esta evolución individualista planteó un problema: olvidarse del origen social de la moral. La moral es una creación social, que la inteligencia individual debe poder justificar, pero que se acaba cumpliendo por presión social externa o interiorizada. Freud lo comprendió muy bien al inventar el concepto de “superego”. La presencia de la sociedad en el interior del individuo. Esto no es una creación occidental. Es la esencia, por ejemplo, del confucianismo. Como escribió Xun Zi, un discípulo suyo: “El bien y la razón nacen de la disciplina que impone por sí misma la vida en sociedad. La sociedad es la gran educadora de los individuos. Los deberes (yi) y las reglas de conducta (li, ritos) enseñan a cada cual el control de sí mismo y el sentido de lo conveniente y justo. Las instituciones forman al hombre”. Por eso, como ya expuse en otro holograma, es tan importante cuidar las instituciones.

Las normas morales mantienen a raya nuestra agresividad y nos imponen deberes sociales. Cuando entran en quiebra lo que aparece no es “el buen salvaje”, sino un salvaje de crueldad refinada por la inteligencia. Ningún animal, salvo el hombre, inventa instrumentos de tortura. En este momento investigo sobre las atrocidades cometidas en el siglo XX -la guerra total, los genocidios, las hambrunas provocadas por motivos políticos, la violación de mujeres como arma de guerra. Los culpables no eran psicópatas, sino personas normales que por razones diversas habían sufrido lo que el gran psicólogo Albert Bandura denominó “desconexión moral”. El sistema de frenado psicológico e institucional había desaparecido. Heródoto cuenta de que cuando moría el rey de Persia quedaban suspendidas todas las leyes durante cinco días. El resultado era terrible: asesinatos, robos, violaciones, venganzas. Con una medida tan terrible se pretendía que los ciudadanos supieran lo que era vivir sin normas. Esta visión trágica y a la vez sublime de las morales es lo que debemos enseñar a nuestros alumnos, porque ellos van a encargarse de mantener su vigencia. La quiebra de la moral no es la vida libre, sino el horror.

La evolución moral ha desembocado en una teoría ética que, hoy por hoy, es la mejor fundada, y que se resume en la Declaración Fundamental de los Derechos Humanos, cuya mejor garantía son los ciudadanos.

Pero ni siquiera aquí termina la historia. Hay tantas “morales” como culturas. Moral católica, protestante, hinduista, confuciana, islámica, agnóstica, comunista, nazi, etc. Tomadas como “ideologías” cerradas sobre sí mismas, tienen un blindaje impenetrable, pero de hecho han ido cambiando a lo largo de la historia, seleccionando las mejores soluciones a los problemas de siempre. Por ejemplo, la mayoría de las culturas en su origen fueron poligínicas, es decir la estructura familiar básica era un hombre con varias mujeres. Sin embargo, fue evolucionando hacia modelos monógamos permanentes o monógamos sucesivos, que es donde estamos ahora. Desde el Panóptico es fácil seguir los motivos de esta evolución, pero no es el tema de este artículo.

La tesis que llevo mucho tiempo defendiendo es que las diferentes morales han ido convergiendo en un modelo común, en un esbozo de “moral transcultural”, por ejemplo, la recogida en la Declaración de Derechos humanos, y esa “moral transcultural” es lo que se llama “ética”. Es evidente que la convergencia no es completa, pero desde el Panóptico se ve con claridad los progresos que hemos conseguido. Steven Pinker se ha ocupado de recogerlos en dos voluminosos libros: Los ángeles que llevamos dentro y En defensa de la Ilustración. La profesora De la Válgoma y yo resumimos este proceso en una Ley del progreso ético de la humanidad, que dice así: “Cuando la inteligencia humana se libera de cinco obstáculos -pobreza extrema, ignorancia, dogmatismo, miedo al poder y odio al vecino- se encamina convergentemente hacia un modelo moral caracterizado por el reconocimiento de derechos individuales, la participación en el poder político, el rechazo a las discriminaciones no justificadas, las garantías jurídicas y las políticas de ayuda”. La consecuencia de esta ley es que si queremos mejorar el nivel ético debemos intentar eliminar los obstáculos, y también que para hacerlo debemos formar buenos ciudadanos (aquí aparece la educación para la ciudadanía”). Si los bloqueos para alcanzar el modelo ético son la pobreza extrema, la ignorancia, el dogmatismo, el miedo al poder y el odio al vecino, el buen ciudadano deberá tener un nivel económico adecuado, la información suficiente, pensamiento crítico, valentía y empatía reseteo y compasión hacia los vecinos. La inteligencia social se encargará de todo lo demás.

Esta marcha hacia la ética queda interrumpida cuando emerge el “pensamiento grupal”, la llamada de la tribu. Entonces aparecen el dogmatismo, la falta de empatía hacia el vecino, la ausencia de pensamiento crítico y el desdén por la información que contradice las creencias grupales. También esto hay que enseñarlo.

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