Hace unos días, la Fundación ADDECO me invitó a hablar a directivos empresariales sobre “valores morales”. El objetivo era animar a las empresas a que desarrollen políticas inclusivas de empleo.
Al hablar de temas éticos me siento con frecuencia como si fuera el más tonto del pueblo, porque me cuesta mucho ver con claridad asuntos sobre los que todo el mundo habla con una certeza envidiable.
En el caso de las relaciones entre empresas y ética, la pregunta más elemental es: es evidente que las empresas tienen obligaciones legales, pero ¿tienen además obligaciones morales? Recordaré que los sistemas normativos tienen dos niveles. El primero lo forman aquellas normas cuyo cumplimiento es exigible coactivamente: las empresas deben atender sus obligaciones sociales, pagar impuestos, seguir las normas de una justa competencia, obedecer las normativas laborales, no hacer publicidad engañosa, no vender productos con vicios ocultos, etc. El segundo nivel va más allá de lo legal. Son obligaciones que deben ser voluntariamente asumidas, si se quiere obrar bien. (Ruego al lector que se fije en este condicional). Un ejemplo: las obligaciones legales con los migrantes son menores que los posibles deberes morales.
Economistas tan distinguidos como los premios Nobel Milton Friedman y Friedrich Hayek niegan que las empresas tengan obligaciones morales. Friedman lo expresó con una frase tajante: La única obligación moral de las empresas es ganar dinero. Para Hayek, todo lo que entorpece la libertad del mercado, y la búsqueda de la justicia social podría hacerlo, es peligroso para la sociedad. ¿Tienen razón?
Aunque pudiéramos concluir que las empresas tienen “obligaciones morales”, se plantea un segundo problema universal, que nos afecta a todos, individuos o colectividades. De acuerdo, eso es lo bueno. Pero ¿por qué voy a tener que hacer lo bueno? Freud, en una carta al doctor Putnam, escribió: “Cuando me pregunto por qué me he esforzado siempre en ser honrado, condescendiente e incluso bondadoso con los demás, y por qué no desistí al notar que todo ello solo me acarreaba perjuicios y contradicciones, pues los otros son brutales e impredecibles, no tengo una respuesta”.
Personas religiosas repiten con cierta delectación una frase de Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”, porque les parece que refuerza la necesidad de la religión para librarnos de la inmoralidad o la anarquía. Esgrimen un razonamiento muy sencillo: Si la obligación moral debe ser absoluta, solo puede derivar de una fuente absoluta como Dios. ¿Esto es verdad? Como en tantos otros temas, la Panóptica puede proporcionarnos una solución.
”La convivencia plantea una necesidad de cooperación y de coordinación de los intereses individuales.
Todos los animales sociales tienen un sistema jerárquico y unas pautas de comportamiento. Los humanos no somos diferentes. La convivencia plantea una necesidad de cooperación y de coordinación de los intereses individuales. Los sistemas normativos fueron constituyéndose a partir de la experiencia social. La humanización de nuestra especie fue un proceso de autodomesticación que seleccionó a los individuos más capaces de aprender y de someterse a normas. Hemos heredado, pues, una inclinación a someter la propia conducta a controles ajenos o propios. La obediencia ha sido durante la mayor parte de nuestra historia la virtud más fomentada y exigida. Las religiones colaboraron a imponerla, no solo por el miedo a una autoridad omnipotente, sino porque impulsaron a la búsqueda de una perfección personal ante la mirada de un Dios que conocía la profundidad de los corazones.
Los sistemas normativos se basan en el concepto de “deber”. Imponen o reconocen “deudas” que se tienen que satisfacer. Llegamos así al centro de la cuestión. ¿Por qué hay que aceptar y cumplir esos deberes? Los hay de varios tipos y cada uno de ellos impone una razón para hacerlo. Hay unos deberes coactivos. Los fija la autoridad y exige su cumplimiento por la fuerza. Así suelen ser los deberes legales. Hay otros que son deberes de contrato o de compromiso. Un contrato es una “ley privada” que establecen los contratantes y deben cumplirla porque han prometido hacerlo. Se han “obligado” -es decir, ligado- a hacerlo. Todas las culturas han protegido las normas de reciprocidad mediante controles emocionales, sociales o penales. Pacta sunt servanda es una norma básica para la convivencia social.
Estos dos tipos de deberes son universales y no plantean graves problemas teóricos. Pero hay un tercer tipo de deberes que son los verdaderamente interesantes, los que demuestran la creatividad humana, su deseo de vivir de un modo más libre y protegido, en una palabra, más feliz. Los llamo deberes que derivan de un proyecto. No serían necesarios si tuviéramos una varita mágica que nos concediera todos nuestros deseos. Pero no es así. La realización de un proyecto -sea el de competir en una prueba atlética, construir un puente o edificar una sociedad justa- impone condiciones imprescindibles: entrenarse, calcular bien los cimientos o respetar los derechos de los demás. Recuerden el condicional sobre el que les llamé antes la atención. Si quiero edificar un rascacielos, tengo que construir los cimientos adecuados. Estos son los deberes del proyecto. Tienen una peculiaridad: solo me obligan si decido realizarlo. Imaginemos una situación parecida. Un médico dice a un paciente que si quiere curarse tiene que tomar antibióticos. El paciente no tiene que decidir si los toma o no. La decisión importante es si quiere o no curarse. Eso es lo que ocurre con los deberes de proyecto.
”A ese modelo que protegía el “derecho a buscar la felicidad” de todos los humanos, lo llamaron los ilustrados “felicidad política”, que es sinónimo de “sociedad justa”
Pues bien: a esa clase pertenecen los deberes morales. Las sociedades han ido diseñando, entre triunfos, turbulencias y desastres, modos deseables de organizar la convivencia. En el diseño ha intervenido la experiencia social, la influencia de los maestros espirituales y de los filósofos, la presión de las circunstancias, la selección de las mejores soluciones, la protesta de las víctimas. El vago e inevitable proyecto de ser feliz que tenemos todos ha ido perfilando un modelo de convivencia donde esa pretensión resulte más accesible, en su choque con otros proyectos de felicidad. A ese modelo que protegía el “derecho a buscar la felicidad” de todos los humanos, lo llamaron los ilustrados “felicidad política”, que es sinónimo de “sociedad justa”, pero que yo prefiero usar porque recuerda su esencial relación con la felicidad. Al final de un largo proceso que ocupa gran parte de la historia de la humanidad, hemos llegado a un consenso sobre el núcleo de ese modelo: la mejor forma de conseguir la “pública felicidad” es comportarnos como si todos los seres humanos fuésemos valiosos por el hecho de serlo y merecedores de ser protegidos por derechos. Es lo que denominamos dignidad. Quien admite que la dignidad es una propiedad con la que nacemos, como nacemos con hígado, no está percibiendo la grandeza y la precariedad del proyecto ético. La dignidad no es una realidad: es un proyecto. No es que seamos dignos, es que sería bueno que nos comportáramos como si lo fuéramos. Y eso nos exige cumplir los deberes éticos.
”Cuando se rechaza el Gran proyecto ético de la humanidad antes o después desembocamos en el horror.
Así pues, sólo si un individuo acepta ese proyecto está obligado por los deberes morales. Recuerden el caso del enfermo y los antibióticos. La diferencia está en que la decisión de no quererse curar afecta solo al paciente, mientras que la decisión de no aceptar el proyecto ético afecta a toda la sociedad, que debe responder al sentirse amenazada. Cuando alguien se salta las normas morales, alguien paga por ello. Cuando se rechaza el Gran proyecto ético de la humanidad (vivir como si fuéramos seres dignos)
antes o después desembocamos en el horror. Lo he contado en Biografía de la inhumanidad. Por ello, las sociedades ponen en marcha dispositivos emocionales, racionales, educativos, institucionales, controles sociales, premios o castigos, para que todo el mundo admita el gran proyecto ético y obre en consecuencia. La elección resulta clara: o vivimos en el orbe ético o vivimos en la selva, donde el grande se come al chico y no existe la compasión.
El modo como una sociedad asume ese Gran proyecto constituye el capital ético de una sociedad, que es su verdadera riqueza. Consiste en un conjunto de actitudes y comportamiento que favorecen la realización de valores comunes, la buena solución de los conflictos, la confianza en las instituciones, el rechazo a la corrupción y a la violencia, la protección a los débiles, la educación y la sanidad generalizada, etc. Cuando ese proceso tiene éxito, podemos comportarnos éticamente por hábito. Es lo que pretendía la educación clásica de las “virtudes morales”, que eran hábitos de excelencia. Es lo que hacía a Freud comportarse como se comportaba, aunque no supiera por qué lo hacía. A la creación de ese capital social, de esa “pública felicidad”, debemos colaborar todos, no solo las personas sino también las empresas. Pensemos, por ejemplo, en el modo de resolver los conflictos, en las innumerables situaciones para reconocer la dignidad de las personas. Ese es el mensaje que envié a los empresarios convocados por F. ADDECCO.
Gracias!!!
Me resulta muy interesante, aunque no creo nos toque ver un escenario en que se asuma la dignidad humana como algo intrínseco, universal e incuestionable. Tampoco creo que nos toque ver el abandono absoluto y generalizado de este enfoque, porque se sustenta, más que en la aceptación intrínseca de su necesidad, en el cristianismo, la religiosidad, la educación, los.valores familiares, los instintos biológicos. Me conformo con que se siga dando constante mantenimiento al humanismo.
Gracias por esas palabras.
Las empresas, formadas por personas, también tienen su aportación para hacer crecer a la sociedad, en esa construcción también moral. Las hay que se excusan en el cumplimiento de la legalidad, pero no por ello son justas. La Responsabilidad Social de las Empresas no debe ser solo una operación de marketing, sino genuina y auténtica.
Para mi es una respuesta simple, seguir un código ético nos hace más felices.
Esta pregunta se la tiene que hacer cada persona de modo individual, ya tenemos bastantes leyes que no se cumplen. Por eso la ley tiene que instalarse interiormente. De nada sirven las leyes pues uno se las arregla para transgredirlas. No importa si luego siento corrientes de culpabilidad. Me voy con un amigo a tomar unas cañas y olvido la cuestión.
Estoy de acuerdo com Milton Friedman y Friedrich Hayek. La propia convivencia entre los individuos dictará la mejor forma de llegar a la humanización de la sociedad. No veo pertinente la crítica al cristianismo, porque fue un gran precursor de la humanización en las sociedades, y por tanto, si las sociedades no supieron aprovecharlo, que así sea. La mayor contribución de una empresa es generar empleo, lo que humaniza mucho a las sociedades.