El destrozo emocional de las víctimas es fácil de comprender: tristeza, desesperación porque lo perdido no podrá recuperarse, furia, deseo de venganza, impotencia, rencor, desconsuelo. En ese doloroso proceso aparece el perdón como una ruptura de la lógica emocional. Acaba de volverlo a plantear la película de Iciar Bollain Maixabel. Hace años, Sabino Ayestarán, catedrático de psicología social, me invitó junto con el teólogo Xabier Picaza, a dar una conferencia en un curso sobre el perdón en San Sebastián. Iba a participar también José Luis Álvarez Santa Cristina “Txelis”, un etarra arrepentido, pero en el último momento el Ministerio del Interior lo prohibió. Leí muchos libros sobre el tema para ver si aclaraba mis ideas. El perdón solo puede concederlo la víctima y es siempre inmerecido. No hay perdón justo. Quien perdona reconoce el mal, no lo olvida ni lo excusa, pero quiere impedir que el mal venza. Como dice el Padrenuestro, su antecedente es una deuda, que el perdón condona. El cristianismo se basa en el perdón, pero advierte que es difícil: “Lo que parece imposible para el hombre es posible para Dios”. Por su parte, la psicología positiva recomienda el perdón como un modo de liberarse del peso del odio, como un método de sanación espiritual. Hay, por último, una razón pragmática, social, para perdonar: la necesidad de restablecer la convivencia social para que la vida siga. Comprendo las tres razones, pero, si soy sincero, no sé si en el caso de ser víctima de una atrocidad sabría perdonar.
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