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El retorno de las virtudes

ABSTRACT.- Tras una época de olvido, la noción de “virtud”, como “habito de excelencia” ha vuelto con fuerza al panorama pedagógico. Une la psicología con los valores, y la acción con la personalidad. Por eso el autor considera que es un concepto más potente que el de competencias o el de inteligencias múltiples. Eso le anima a recomendar un “giro aretaico” en la educación.

 


Hablamos con mucha frecuencia de ‘educación en valores’, suponiendo que en eso debe consistir la educación moral. Sin embargo, estoy seguro de que los lectores que tienen más de 50 años no recibieron esa educación. No es que creciéramos en la anomia, sino que el término “valores morales” no se utilizaba.  Era un concepto acuñado por una escuela de filosofía, encabezada por Max Scheler, que defendía que eran esencias ideales que se podían conocer mediante una intuición. La educación moral se hacía mediante el aprendizaje de las virtudes, dentro de una tradición nacida en Grecia. “El tema esencial de la historia de la educación griega -escribe Werner Jaeger-  es la virtud (areté)”. Las virtudes son hábitos que capacitan para la excelencia y animan a conseguirla. La noción tiene especial interés porque no solo puede aplicarse al terreno moral, sino a cualquier aspecto educativo. Hay, en efecto, virtudes intelectuales,  morales,  deportivas,  artísticas, etc.

Lo que a mi juicio justifica la reivindicación del concepto clásico de “virtud” es que enlaza la acción con los valores. Es un hábito (psicología) dirigido por valores (éticos, cognoscitivos, deportivos, etc.). Permite resolver el problema de relacionar lo valioso, lo deseable, lo bueno, lo debido, con el comportamiento. Sócrates pensó que era imposible conocer el bien y no realizarlo. Se equivocaba. El conocimiento por si solo no lleva a la acción. Kant, después de elogiar la pureza del imperativo categórico, la supremacía del deber, no supo explicar por qué había que cumplirlo. En educación todavía sufrimos el espejismo platónico de pensar que la presentación de las ideas, de los valores, de los ejemplos va a dejar su huella en la cera moldeable de la inteligencia de nuestros alumnos, cuando en realidad se trata de ayudar al metabolismo intelectual de cada uno de ellos para que incorpore -asimile, digiera- esas ideas o esos valores y los integre  en su propio organismo. La noción de “virtud” incluye conocimiento y motivación, y esa es una idea fructífera. La “verdad”, por ejemplo, deja de ser solo un acontecimiento cognoscitivo que la inteligencia recibe, para convertirse en un fenómeno valioso, deseable, activador, impulsor, vital.

Pero el concepto de “virtud” tuvo mala suerte. Por una parte, es un hábito, y sufrió el mismo  desprestigio que sufrió  la memoria. Lo importante era ser creativo, y la creatividad se confundió con la espontaneidad, con lo que  acabamos fomentando las ocurrencias en vez de fomentar el talento. Pero, además, el concepto de “virtud”, aunque creado por la filosofía griega, fue elaborado por la filosofía y la teología cristianas, y sufrió las aventuras y desventuras de esta doctrina. El ocaso de la moral religiosa, arrastró también a las virtudes a su propio ocaso. De significar la brillantez, la energía, y la destreza, han pasado a convertirse en un término ñoño, moralizante y con tufo a sacristía. Doña Virtudes llamaron los españoles a la reina María Cristina en son de burla. Un tercer aspecto acabó de hundir la noción. La palabra “excelencia” es vista con recelo en el mundo educativo porque se la asocia con una idea elitista de la educación más propia de la derecha que de un partido progresista.

El olvido de la virtud ocurrió, sobre todo, en Europa. En Estados Unidos se mantuvo la idea fundacional de que la “virtud cívica” es la base de la “cosa pública”, de las “res publica”. Dewey y el pragmatismo americano destacaron la importancia de los hábitos. Libros de gran éxito, como Los siete hábitos de la gentes efectiva, de Stephen Covey, que ha dado origen a toda una secuela extraordinariamente popular, introdujeron la noción en el management empresarial.. Arthur Costa y Bena Kallick se han hecho famosos con su método para desarrollar los “hábitos de pensamiento”. Cuando desde todos los campos -económicos, profesionales, científicos- se fijó el interés en el tema de la “expertise”, de la pericia, se acabó desembocando en la “excelencia” y en los hábitos para alcanzarla,  es decir, en las virtudes. Pero ha sido la Psicología positiva, la que se ha interesado de una manera sistemática por las virtudes, bajo la dirección de Martin Seligman, cuando fue presidente de la APA (American Psychological Association). La Psicología positiva se define como el estudio científico de las fortalezas y virtudes, que permiten ampliar el potencial humano, sus motivaciones y capacidades. Seligman y Peterson publicaron en el 2004 el libro “Character, Strengths and Virtues. A handbook and classification”. (APA & Oxford University Press). Quisieron hacer con las virtudes lo mismo que el DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders) – había hecho con las enfermedades mentales: clasificarlas. Después de revisar todo tipo de tradiciones culturales, religiosas, filosóficas concluyeron que había seis grandes virtudes universalmente apreciadas, cada una de las cuales se ponía en practica mediante el ejercicio de una serie de fortalezas. Seleccionaron las siguientes: Conocimiento (creatividad, curiosidad, pensamiento critico, amor al aprendizaje, sabiduría), Fortaleza (valentía, perseverancia, coraje moral, vitalidad), Humanidad (amor, altruismo, inteligencia emocional), Justicia (Civismo, Equidad, Liderazgo), Templanza (Perdón, Humildad, Autocontrol), Transcendencia (experiencia estética, gratitud, esperanza, humor, espiritualidad).

 

Después de una época de ostracismo, la noción de hábito comenzó a recuperarse en Europa, por ejemplo en sociología. Pierre Bourdieu utilizó el concepto de “habitus” para explicar la creación cultural. Los definió de una forma que parece un trabalenguas: “Estructuras estructuradas predispuestas para funcionar como estructuras estructurantes de prácticas y representaciones”. Es decir, son esquemas aprendidos de los que dependen nuestras acciones y nuestras percepciones. Lo importante es que están relacionados con la acción, lo que quiere decir que integran motivaciones, emociones, automatismos, y despiertan deseos de realizar alguna acción, como el hábito de fumar. Este carácter híbrido es el que hace de las “virtudes” un concepto difícil de superar. Por ello, como explicaré luego, me parece superior al concepto de “competencia”. En ética, la idea de virtud alcanzó difusión con la obra Tras la virtud de Alasdair McIntyre. La virtud es el hábito de la excelencia, no es solo el buen ejercicio de una facultad, sino que perfecciona la misma facultad. Configuraban una segunda naturaleza.  Ni la razón, ni la voluntad, ni la libertad pertenecían a la  naturaleza originaria, sino a la ampliada por los hábitos. He llegado a la misma conclusión en Proyecto Centauro. Por eso la noción de “competencia” me parece más débil que la de “virtud”. Esta incluye no solo las habilidades, sino la motivación, la referencia a la personalidad, la capacidad creadora, la incitación a actuar, el afán de perfeccionarse. No sólo enlaza los valores con la acción, sino que enlaza la acción con la personalidad. Cuando se habla del talento de Rafael Nadal para jugar al tenis, no se habla (solo) de la calidad de su saque, de su drive, de sus dejadas, de sus habilidades, sino de su aguante para resistir hasta el final, de su tenacidad en el entrenamiento, de su capacidad de soportar el esfuerzo, de su afán competitivo. Esto está incluido es cada una de sus destrezas. Son virtudes del carácter.

Relacionar las “virtudes fundamentales” con la personalidad -con el carácter- permite resolver la fragmentación que ha introducido en el mundo educativo la popular teoría de las “inteligencias múltiples”. De la misma manera que olvida la existencia de una “inteligencia general” (uno de las nociones mejor corroboradas en Psicología) carece de una teoría integrada del sujeto humano, que es imprescindible para la educación. Lo que se denomina “giro aretaico” supone cambiar el centro de atención desde el acto al agente. Más importante que desarrollar las diferentes competencias interesa formar personas competentes, en cuanto personas, es decir, capacitadas para buscar la excelencia personal.

Pero en este elogio del “modelo aretaico” queda un punto ciego no explicado. Está  bien definir la virtud como el “hábito de la excelencia” y hablar de la excelencia personal, pero ¿quién define lo excelente? Aquí viene la sorpresa. Dentro del “paradigma de la virtud”, del “modelo aretaico”,  lo excelente lo define el virtuoso. Por ejemplo, sólo el virtuoso del violín  puede conocer todas las posibilidades de ese instrumento y expresarlas. El hombre virtuoso es, según Aristóteles, canon y medida de todas las cosas. Es lo mismo que dice un misterioso verso de San Juan de la Cruz:

Ya por aquí no hay camino,
Porque para el justo no hay ley;
Él para sí se es ley.

¿Quiere eso decir que el justo puede hacer lo que quiera? Sí, porque sólo querrá lo justo. Esta extraña afirmación aristotélica resulta escandalosa, sobre todo viniendo de un genio de la lógica.  “Platon -escribe Farrell- dio por tierra la afirmación anterior con un argumento decisivo que presentó en el Eutifrón: ciertas cosas no son buenas porque los dioses las quieran, sino que los dioses las quieren justamente porque son buenas. No es que una sentencia sea justa porque la dicta un juez virtuoso, al contrario, un juez es virtuoso porque dicta sentencias justas, lo que indica que debe existir algún criterio independiente para juzgar la justicia de las decisiones judiciales”.

Trayéndolo a nuestro terreno, la “buena pedagogía” no sería aquella que considera tal un buen docente, sino que un buen docente sería el que sigue la “buena pedagogía”. La posibilidad de un “giro aretaico” en pedagogía, que pusiera el aprendizaje de los “hábitos de excelencia” en el centro de la actividad educativa parece desvanecerse. Además, incluso Alisdair MacIntyre, que tanto impulsó el interés por la virtud, tuvo que admitir que sólo se podía hablar de virtudes dentro de una tradición cultural. Lo que para una es virtuoso, para la otra es un vicio. Pondré un ejemplo. La virtud central de la cultura japonesa es amae, la voluntaria sumisión a un superior en el que se confía. En cambio, la cultura europea valora más la autonomía, la independencia, la libertad. Sin duda, las diferencias existen. ¿Es falsa entonces la afirmación de Seligman y Peterson de que las virtudes son universales?

Aquí interviene la “ciencia de la evolución de las culturas”, a la que me he dedicado los últimos años. Las culturas son el conjunto de soluciones que una sociedad da a los problemas que se le van presentando. Como señaló Clifford Geertz, los problemas son universales, pero las soluciones son locales. Considerar las creaciones culturales – incluidas las virtudes, los valores, las normas-       como soluciones a problemas comunes nos permite dos posibilidades magníficas: comprenderlas, por muy lejanas que nos resulten, y poder compararlas y evaluar su calidad. Así, llegamos a la conclusión de que para conocer la realidad, la ciencia es superior al mito; para resolver problemas prácticos, la técnica es superior a la magia; para organizar la convivencia política, la democracia es superior a la tiranía.

La razón individual puede justificar perfectamente el egoísmo. Es la racionalidad social, surgida de la interacción, de la necesidad de hacer compatibles proyectos privados de felicidad, de fomentar conductas de cooperación, la que ha ido conformando los sistemas normativos, morales, religiosos, jurídicos. Esto apoya el “modelo aretaico”. Las morales surgen de experiencia social, es en la propia práctica donde se van seleccionando las mejores soluciones. No es en la obra de los filósofos donde debemos buscar la fundamentación de la ética, sino en las prácticas morales, en los problemas que intentaban resolver, en sus éxitos y fracasos. Antes he mencionado el enfrentamiento entre dos sistemas morales, uno basado en la obediencia y otro en la autonomía. Desde la Ciencia de la evolución de las culturas, que, como el lector puede colegir, creo que es la única fundamentación posible de la ética, vemos que todas las culturas han sido jerárquicas y han fomentado la obediencia, considerada durante la mayor parte de la historia como la virtud fundamental. Tambien en educación. La palabra “docilidad” procede de “docere” y significa la posibilidad de ser enseñado. Para un sociólogo tan influyente como Emile Durkheim, la esencia de la educación era la obediencia. En psicología. Lev Vigotski mostró que a la autonomía se llega a través de la obediencia. El niño que ha aprendido a obedecer a su educador, acaba obedeciéndose a sí mismo. Eso es la autonomía. La ilustración supuso el rechazo de la obediencia como virtud social principal. La humanidad, dijo Kant, había llegado a la mayoría de edad. Podía pensar por sí misma.

Tenemos aquí un ejemplo de cómo una virtud va evolucionando. Esto puede generalizarse en lo que he denominado “Ley de progreso ético de la humanidad”:  “Toda sociedad, toda cultura, toda religión, cuando se libera de cinco obstáculos -la pobreza extrema, la ignorancia, el fanatismo, el miedo al poder,  y la insensibilidad hacia el vecino- converge hacia un modelo ético que se caracteriza por el respeto a los derechos individuales, el rechazo a las desigualdades no justificadas, la participación en el poder político, la racionalidad como modo de resolver conflictos, las seguridades jurídicas y las políticas de ayuda”. Este es un “modelo aretaico”. Si eliminamos los obstáculos, la inteligencia humana, en su constante búsqueda de la felicidad, ira creando, descubriendo, perfeccionando, un modelo ético que podemos compartir.

Desde este punto de vista recuperamos nociones muy valiosas para la pedagogía. En el modelo estándar, la ciencia es el conjunto de conocimientos y teorías suficientemente corroboradas. Puede estar contenida en un libro o en la memoria de un ordenador. David Weinberg, en Too big to Know,  escribe.”Nuestros cráneos y nuestras instituciones no son suficientemente grandes para albergar todo el conocimiento. Ahora, el conocimiento es propiedad de la red”. Las cosas cambian en el “modelo aretaico”. En él, la ciencia es el hábito que busca la excelencia cognitiva. Claro que eso supone tener los conocimientos necesarios, pero incluye algo más: el hábito de razonar con rigor, de buscar lo relevante, de comprender los argumentos. La pasión de conocer, en suma. Esa es la energía científica, que debemos desarrollar en nuestros alumnos.

Si ayudamos a que nuestros alumnos adquieran esas fortalezas intelectuales y morales, estarán en buena disposición para poder enfrentarse con decisiones y situaciones que nosotros no podemos sospechar. Como escribió Saint Exupery, nosotros no podemos darles la solución a los problemas con que se van a enfrentar, pero si a formar en ellos las capacidades que les permitirán hacerlo con éxito cuando llegue el momento.  Por eso creo que tenemos que rehabilitar pedagógicamente las virtudes. El giro aretaico no es solo posible en pedagogía, sino también conveniente.

 

 

AMAYA, A. The Faces of Virtue in Law, Routldge, 2019.

JAEGER, W. Paideia: los ideales de la cultura griega, FCE, México, 1962.

MACINTYRE, A. Tras la virtud, Critica, Barcelona, 2001.

MARINA, J.A.- Proyecto Centauro, Kahf, Madrid, 2020

PIEPER, J. Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid, 2018.

SELIGMAN, M. y PETERSON, C. Character, Strengths and Virtues. A handbook and classification,  APA & Oxford University Press,.

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