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IC

IC son las siglas de “inteligencia compartida”. A los detectives culturales nos interesa mucho detectar tendencias convergentes, porque nos permiten anticipar el punto de encuentro. Es la única tarea prospectiva seria que podemos hacer.

Ocurre en el mundo de las ideas algo semejante a lo que pasa en el mundo de la moda. Los cool hunters, los cazadores de tendencias, buscan indicios convergentes, con frecuencia en estado fluido. Si un producto consigue unificar y cristalizar esas aspiraciones difusas, triunfa. Pues bien, en el mundo de la psicología, la informática y la sociología se habla mucho de “inteligencia distribuida”, “inteligencia comunitaria”, “multitudes inteligentes”, “crowd wisdom”, “organizaciones que aprenden”, “sistemas que crean conocimiento”, etcétera. Todos estos conceptos apuntan hacia un mismo fenómeno: la inteligencia compartida (IC), la que emerge de la interacción de inteligencias individuales. La individual se desarrolla siempre en un entorno cultural y social que la estimula o la bloquea. En el trato con algunas personas se nos ocurren ideas más brillantes, brotan ánimos y energías nuevos, nos sentimos individuos más inteligentes, mejores personas, ciudadanos más generosos.

Cuando encuentro un tema importante sobre el que no sé nada, decido dedicarle un libro, lo que me obliga a estudiar y a tratar de alcanzar un conocimiento que no tengo. Eso ha sucedido con la inteligencia compartida, que ha acabado en un libro titulado Las culturas fracasadas, que saldrá en un par de meses. Lo he titulado así porque la obra más poderosa de la IC es la cultura de una sociedad. La hacemos entre todos, y de ella dependen nuestro modo de vida, parte importante de la personalidad, y las creencias sobre las que se construye la convivencia. Una cultura nos proporciona un horizonte de posibilidades. Hay cosas que se nos ocurren en una sociedad y no en otra. Esta dependencia nos hace vulnerables, porque las culturas pueden ennoblecerse o encanallarse, y, por la terrible fuerza de la habituación, podemos acompañarlas en su rumbo ascendente o descendente, casi sin darnos cuenta.

Los sociólogos hablan del “capital social” de una ciudad o de una nación. La eficacia de las instituciones, los modos de resolver conflictos, los valores morales aceptados, la participación ciudadana, son factores esenciales, que mejoran o empeoran el nivel de vida de los ciudadanos. De este “capital social” – que es obra de la “inteligencia compartida” – depende la calidad de nuestros políticos, el sistema educativo, el ambiente de innovación o de rutina. Hay sociedades con alta IC y otras con IC desastrosa. Son culturas fracasadas las que se acostumbran a la corrupción, que favorecen los integrismos, que son tolerantes con la desvergüenza o que carecen de compasión. Todos colaboramos en crear o destruir “capital social”. Generalmente, lo hacemos sin desearlo. Veo necesario llamar la atención sobre nuestra participación en la construcción de la cultura que nos soporta o destruye. Todos vivimos en red, somos centros de un conjunto de relaciones, la familia, el trabajo, los medios de comunicación, el sistema político, etcétera. Podemos tomar distintas actitudes en la red: pasiva, ser meros transmisores de lo que recibimos; crítica, someter a escrutinio lo que nos llega; transformadora, introducir cambios en el mensaje; activa, introducir mensajes nuevos. Saber que todos somos creadores de cultura es una gran responsabilidad y un gran orgullo.

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