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La plaza mayor

Las ciudades tienen una geometría orgánica que me fascina. Son la sedimentación física de la vida. El resultado material de un dinamismo continuo. El molusco produce la concha. El hombre, la casa. El pueblo, la ciudad. Si queremos comprender lo que vemos, lo que imponente se alza frente a nosotros, debemos recuperar su genealogía, las minuciosas acciones, los deseos y esperanzas, que lo hicieron nacer. El mundo de la cultura recupera entonces una profundidad de sentido. Hoy quiero esbozar la genealogía de la “plaza mayor”. ¿De cual? De todas, aunque la ocasión me la proporcione este libro que se propone festejar la construcción de la bellísima Plaza Mayor de Salamanca. “Plaza mayor” es un “universal cultural”, una constante urbanística que se da en todas las latitudes. Los hombres se agrupan para vivir mejor. Surge entonces una corriente continua y caudalosa de experiencias, de interacciones y necesidades, que se va haciendo visible en templos, casas, monumentos, espacios. La función crea el órgano. En el centro de las ciudades, como un cordial embalse donde desaguan todos los ríos, encontramos la Plaza Mayor. Los ciudadanos necesitan reunirse para diversos menesteres, para intercambiar mercancías, diversiones o información. La democracia nació en la plaza pública, en el ágora, lugar de reunión y de debate.

 

Las ciudades están más o menos integradas. Hay ciudades que mantienen su unidad y otras que no son más que un agregado de barrios. Baudrillard, el conocido sociólogo francés, se sorprendía al ver que Los Ángeles es una ciudad atravesada por autopistas, desperdigadas, construida sin centro. Lo que define a una ciudad integrada es que su Plaza Mayor siga vigente, que mantenga su jerarquía suprema, un uso vecinal generalizado (aunque haya, naturalmente, otras plazas públicas), que continúe siendo el espacio vacío que atrae a todos los vecinos, el gran imán que orienta sus pasos. Siempre habrá una razón para pasar por ella, no sólo geográfica, sino vital.

 

Cuando las ciudades se hicieron demasiado grandes, la Plaza Mayor perdió su fuerza aglutinadora. Aún recuerdo que en mi Toledo natal, cuando era niño, la Plaza de Zocodover ejercía todavía de Plaza Mayor. Una vez a la semana se celebraba en ella el mercado, y el poder de la costumbre era tan fuerte, que hacer la compra diaria se llamaba “ir a la Plaza”. Creo que es Max Weber quien dice que en su origen Berlín era un mercado. La ciudad nació después, al calor de las transacciones comerciales. Estoy seguro de que así nacieron muchas ciudades. Sigo con mis recuerdos infantiles. Los días de fiesta, lo tradicional era ir a Zocodover a pasear. Vista en la lejanía, aquella costumbre me parece incomprensible, porque la diversión consistía en dar vueltas y vueltas en un espacio no demasiado grande. ¿Dónde estaba la diversión? Hay un estrato profundo de la diversión que consiste sólo en estar juntos, un instinto de sociabilidad que hace que la gente se apretuje incómodamente en las zonas de copas, en vez de ir a beber a un espacio más confortable. Verse, olerse y tropezarse son necesidades urbanas primarias. Al fin y al cabo la ciudad era un antídoto contra la soledad y el descampado. Las Plazas eran también tradicionalmente lugar de reunión y de cotilleo. Era el lugar de encuentro por antonomasia. El escenario para las fiestas principales. Y de las grandes movilizaciones políticas.

 

Todas las ciudades son el resultado de dos impulsos contradictorios del ser humano: la intimidad y la sociabilidad. En ocasiones vence uno y en ocasiones vence otro. Hay ciudades íntimas y ciudades abiertas. La propia arquitectura de las casas refleja esta dualidad. Hay ciudades en que las casas se abren hacia dentro, a patios privados, y hay otras, que abundan más en EEUU que en España, abiertas al exterior, casi impúdicamente. Las ciudades, como las personas, pueden cambiar. Recuerdo que un antropólogo brasileño me contaba una curiosa historia referente a un poblado aborigen, que nos cuadra muy bien de ejemplo. Como casi todos los poblados indígenas, aquel estaba compuesto de chozas abiertas a una zona común: a la plaza. Pero la llegada de comerciantes proporcionó a las familias objetos y bienes antes insospechados. Entonces se disparó un reflejo de protección y distanciamiento, y cambiaron la orientación de las puertas de las casas. Ya no daban a la plaza, a la solidaridad, sino que se abrían en la dirección contraria, para defenderse de las miradas ajenas. Había vencido la privacidad y la desconfianza.

 

Podemos seguir con la tipología de las ciudades. Las hay espontáneas y las hay proyectadas. Este cambio merece ser estudiado porque revela interesantes rasgos de la historia humana. La ciudad nace por un movimientos vital, desordenado, regido por motivos individuales. Pero la convivencia –incluso física- tiene que ser regulada. Hay que construir servicios comunes, guardar una cierta armonía, respetar al otro. De la misma forma que aparecen las normas de convivencia, morales o jurídicas, aparecen también las normas de construcción. Las plazas públicas reflejan esta doble índole. Este libro herboriza una multitud de plazas, en una especie de botánica urbanística. Las hay casuales y las hay diseñadas. Aquellas han surgido de una agrupación azarosa de casas, guiada solamente por la comodidad o el lucimiento. La competencia en el lujo es también una constante humana, tan peligrosa a veces que los romanos tuvieron que dictar leyes para limitar esa ruinosa emulación.

 

En cambio, las plazas diseñadas suponen una clara vocación comunitaria, normativa, monumental. Ortega se sorprendió de la magnificencia de esos proyectos. “En la vida española ha debido de haber una época magnífica: la época en que se construyen las grandes Plazas con soportales. El coste de la obra era enorme para aquel tiempo. Los soberbios fustes de las columnas daban a todas las casas porte de palacios. Pero además, en los lugares de la ciudad donde el terreno valía más, se renunciaba a una parte de él para convertirlo en una vía pública. Como idea implicaba suavidades de alma hoy imposibles. Suponía el acuerdo y como un sacrificio de todos los propietarios en beneficio de una abstracción que es la urbe”. No me extraña que las plazas diseñadas aparecieran en el Renacimiento, época interesada por la construcción de ciudades ideales, es decir, dirigidas por una idea. La “Utopia” de Tomás Moro, “La ciudad feliz” de Francisco Patrizzi da Cherso, “La república imaginaria” de Ludovico Agostini de Pesaro, “La república de Evandria” de Ludovico Zúccolo, y muchos otros textos demuestran este deseo de ir desde la idea platónica de la ciudad a su construcción real, siguiendo el camino opuesto al recorrido por las ciudades espontáneas, de crecimiento orgánico.

 

Basándonos en estas genealogías diferentes, podemos hacer una tipología de las plazas antiguas. Un rasgo decisivo es que las espontáneas no tienen autor, mientras que las proyectadas suelen deberse al talento de un arquitecto o de un gobernante, o de ambos a la vez. La Plaza mayor de Valladolid, que fue el modelo para las posteriores plazas barrocas, fue mandada construir por el vallisoletano Felipe II, después del incendio que sufrió la ciudad. La Plaza Mayor de Madrid fue diseñada por el arquitecto Juan Gómez de Mora en 1617 y rediseñada por Juan de Villanueva en 1690.

 

En Salamanca varias plazas se habían disputado la jerarquía de Plaza Mayor, la de San Giral, la del Azogue Viejo y la de San Martín, que en el siglo XVIII oficiaba como tal. Estaba empedrada, era enorme y albergaba el mercado diario, corridas de toros, talleres al aire libre y la horca. Este desorden hizo pensar al Corregidor Rodrigo Caballero la conveniencia de construir una Plaza Mayor organizada. Elevó a Felipe V una propuesta y mencionó como modelo la Plaza Mayor de Madrid, la del Ochavo de Valladolid y la del Cuadrado de Córdoba. El 12 de enero de 1729 Felipe V da la autorización. Se sacó a concurso público pero no se presentó nadie, por lo que se hizo por administración. En marzo de 1729 se nombró Maestro Mayor a Alberto de Churriguera. De la irrealidad de sus ideas procede la realidad de la plaza que todos podemos disfrutar y hoy festejamos.

 

¿Qué ha sido de las Plazas mayores en el siglo de la individualidad, el automóvil, el turismo y la sociedad de consumo? Las ciudades se han fragmentado, y las plazas mayores han perdido su función socializadora. Han aparecido formas virtuales de encuentro. Por ejemplo, el móvil, que permite a la gente mantenerse en contacto continuamente. En especial los adolescentes están permanentemente enlazados –en una especie de plaza mayor grupal y virtual- con sus amigos. Otra peculiar forma de encuentro la ofrece la televisión. A una hora determinada, varios millones de españoles están ante la pantalla, asistiendo al mismo espectáculo. Los espectáculos comunitarios, que antes se desarrollaban en la plaza mayor, siguen realizándose en una gigantesca plaza televisiva, en la que se puede estar presente sin necesidad de salir de casa.

 

Pero la necesidad de socialización, de proximidad, es tan grande, que empieza a vislumbrarse un nuevo tipo de Plaza Mayor, de lugar de encuentro, diversión, mercado, paseo. Son los Malls americanos, los Centros Comerciales, que ofrecen tiendas, restaurantes, cines, gimnasios, todo tipo de atracciones para que miles de familias acudan todas las semanas y pasen allí muchas horas. Casi siempre están fuera de las ciudades, lo que nos indica que el tráfico está produciendo una circulación “extracorpórea”, extra ciudadana, que sitúa el corazón, la Plaza Mayor, fuera del cuerpo de la ciudad.

 

A pesar de los cambios, las ciudades siguen y las necesidades básicas del ser humano. También. Y eso me hace sospechar que, de una forma u otra, la Plaza Mayor seguirá existiendo como gran “universal cultural”, y que si alguna vez desaparecieran definitivamente, eso supondría que habíamos llegado a la culminación del individualismo desvinculado, de la cercanía sin vecindad, del roce sin comunicación. Es decir, al infierno.

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