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Prólogo «Aforismos en el laberinto (Max Aub)

Max Aub escribió su propio epitafio: «No pudo más». Hay algo humilde y grande en un escritor que resume así su vida. Toda biografía es la lucha entre un proyecto y una circunstancia. El proyecto de Aub era escribir, y su circunstancia terrible. Es conmovedor su incansable esfuerzo por expresarse. No es un escritor, sino un hombre que necesita escribir para existir como persona. «Toda la desesperación humana radica en la imposibilidad de expresarse con exactitud», escribió. Él lo intentó contra viento y marea. «Escribe uno para poder vivir. Si no escribiera no viviría. Escribo siempre. Escribí siempre en las condiciones más difíciles, aun cuando me era imposible. Escribo. Aun cuando no escribo, escribo». La entereza de un ser humano consiste siempre en navegar a barlovento, es decir, en mantener su rumbo aunque tenga el viento en contra. Conmovedor Max Aub. Admirable Max Aub. Francisco Umbral ha hablado en un bello libro de «los alucinados» de la palabra, de las personas arrebatadas por el decir, por el escribir, por el empalabrar. En estos iluminados parece que el lenguaje busca ampliarse, definirse, echar nuevas ramas. No conciben una vida muda. «¿Cómo pueden vivir los que creen que todo está escrito?», escribió Aub. Y esta afirmación hay que entenderla dentro de su continua defensa de la libertad y de su permanente crítica del determinismo. Escribir es una demostración en acto de la libertad. Crear es hacer que algo valioso que no existía exista. En este prólogo voy a dar mi visión subjetiva de Aub. La introducción objetiva, perspicaz y erudita la hace a continuación Javier Quiñones. No hay dos lectores que lean de la misma manera una obra, pues cada cual subraya unos aspectos y atenúa otros. Esto hace que la lectura pueda ser —no lo es siempre— una actividad inventiva. Desde siempre me ha interesado la inteligencia creadora y el ingenio, y desde esta configuración biográfica leo a Max Aub. Aub fue plural en géneros. Escribió poesía, teatro, novela. El escritor de ficción pretende siempre enriquecer la realidad con sus personajes. Los lectores vivimos en un mundo híbrido, habitado por personas reales y personajes de ficción que establecen entre sí variadas relaciones. A veces se suplantan, se interpretan mutuamente, se falsean. Unas veces la ficción imita a la realidad, y otras la realidad imita a la ficción. Y puede ocurrir, como le ocurrió a don Quijote, que resulte difícil distinguir una de otra. Esto es un fenómeno universal. Pero algunos escritores quieren ir más allá. Aspiran a crear un personaje ficticio y real a la vez. Es como si quisieran rizar el rizo de su poder. ¿Cómo es posible hacerlo? Presentar un personaje inventado como si fuera un personaje histórico no es suficiente. Las novelas históricas están llenas de este engaño. Hay que inventar un personaje irreal que haga, sin embargo, cosas reales. Imagínese que un escritor creara la figura de un matemático, pero no contento con describir su personalidad, sus peripecias biográficas, explicara también sus descubrimientos matemáticos. Estos descubrimientos serían reales, aunque aparecieran ligados a un personaje de ficción. Un ente ficticio produciría matemáticas reales. El novelista se habría convertido en matemático. No me cabe duda de que eso puede ser el sueño de un creador literario, y no me cabe duda de que es lo que intentó Max Aub en su biografía ficticia de Jusep Torres Campalans, un pintor, una obra, por la que siento debilidad. Se inventó un personaje, un estilo, una biografía, unos catálogos y unas pinturas. Muchos escritores han sentido el deseo de ampliar su expresión, creen por un momento que su voz es limitada y quieren usar otras voces, impersonar otras necesidades. El teatro es una muestra clara de esta polifonía. Shakespeare se vuelve Macbeth cuando está haciendo hablar a Macbeth. Los creadores de heterónimos prolongan esta línea, inventan diferentes personajes, distintas sensibilidades, para desde ellas crear nuevos estilos. Pensemos en Abel Martín o en el Juan de Mairena inventados por Antonio Machado. O en los heterónimos de Pessoa. O en Borges. Max Aub crea un pintor, lo que hace más sugerente la ocurrencia. El segundo aspecto de la obra de Aub que me interesa destacar tiene mucho que ver con este libro. Se trata de la intensificación del lenguaje. Hay lenguajes laxos y lenguajes concentrados. En este caso, la expresión se comporta como un muelle replegado, mantiene una energía potencial enmascarada, que estalla en la cabeza al ser comprendida. Entonces, el muelle se distiende y produce una experiencia de sorpresa, euforia, diversión o todo a la vez. El genial Bergson comparó los mecanismos del ingenio con un juguete, une boite a ressort, en el que la figura de un muñeco salta fuera de la caja al abrirla. La concentración del lenguaje se da en la poesía, los juegos de palabras, los aforismos, los epigramas, los refranes, las greguerías, los epitafios. Max Aub lo intentó todo. Fue un escritor conceptista, como muy bien señala Javier Quiñones. De nuestros escritores barrocos recibe el gusto por el ingenio y la fascinación por los laberintos. En el campo de concentración —parece una metáfora de humor negro mencionarlo cuando estoy hablando de la concentración lingüística — Max Aub sólo dispuso para leer de un tomo de las obras de Quevedo y de un diccionario. Dos libros, pues, conceptistas. Es casi una greguería decir que al diccionario le gustan los juegos de palabras. Sin embargo, más que a Quevedo, Aub me recuerda a Gracián. Tiene el ingenio serio y moralista del jesuita. De Gracián podrían ser los siguientes aforismos: «La libertad sin la fuerza engendra esclavos», «Los que teniendo voz callan, no son hombres», «No emplear dos pinceladas donde baste una», «Todo está por hacer: hagas lo que hagas, nunca se hizo». También es típico del barroco gracianesco hasta la médula el uso del laberinto como metáfora: «Nos metieron en el laberinto, al salir del Paraíso. Y se me perdió el hilo», «Nuestra limitación es que estamos metidos en un laberinto, un laberinto mágico». Estas frases podrían pertenecer a El criticón de Gracián, pero son de Aub. Hay, sin embargo, una gran diferencia: todo el barroco estuvo agujereado por el pesimismo como por una plaga de carcoma. En cambio, Aub fue, a pesar de los pesares, un optimista. Un dato más que me hace sentirle conmovedoramente próximo. No quiso quedarse en el laberinto. «El laberinto —afirmó— lo es porque, al fin y al cabo, alguien sale de él, por lo que sea, de la manera que sea. Si no saliese nadie ¿quién iba a saber de su existencia?». Descubrió una verdad evidente: que no se puede ser progresista sin una cierta dosis de optimismo. «Soy progresista, creo en el progreso: en el progreso moral, en el progreso político, en el progreso material». En un momento en que el pesimismo goza de un prestigio intelectual que no merece, estas palabras me parecen reconfortantes. Javier Quiñones ha tenido una gran idea al recuperar los aforismos ocultos de Max Aub. Me ha recordado que hace tiempo escribí sobre «los bodegones escondidos de Velázquez», es decir, los que, incrustados en cuadros mayores, pueden pasar inadvertidos, pero que si se enfoca el zoom sobre ellos, si se los encuadra y aísla, aparecen plenos, vistosos y autosuficientes. Así ocurre con estas líneas de Aub, que suponen a veces un aerolito de poesía caído en el campo de la prosa. Y llegados a este punto me dejaré llevar por mi vocación pedagógica para ofrecer un breve manual para la lectura de este libro. Un libro de aforismos no debe leerse de corrido, de la misma manera que un museo no puede verse subido a una cinta transportadora. A tan desacompasada velocidad, la frase o el cuadro pierden su identidad, que es lo más importante que tienen. Se contemplan las salas o se leen los capítulos, con lo que se comete un error de escala. Cada frase hay que leerla detenidamente. En tiempos de lectura apresurada, en diagonal, al sesgo, en resúmenes, en digest, este libro recupera el placer de la lentitud. Hace muchos siglos, Séneca —español y conceptista, también— aconsejaba a su discípulo Lucilio: «Es menester detenerse en ciertos autores y nutrirse de ellos si quieres sacar algún provecho que arraigue fuertemente en el alma. En ninguna parte está quien está en todas. A los que pasan la vida en viajes les ocurre que tienen muchos albergues y ninguna morada. Forzosamente ha de acontecer esto mismo a todos aquellos que no entran en familiaridad con ningún ingenio, sino que mariposean de uno a otro a toda prisa y livianamente». Podemos pensar que así quería ser leído Séneca, con lentitud y detenimiento, dejando que las palabras se conviertan en ideas y las ideas en carácter. El mismo confiesa que lee así, y anima a los demás a que lo imiten: «Escoge un concepto para digerirlo durante todo el día. Yo hago eso mismo: de los muchos que leí, retengo uno». Estoy seguro de que Max Aub hubiera aconsejado otro tanto. Fue un escritor inquieto y, al mismo tiempo, sin prisa. «Con seguridad tardarán todavía muchos años en darse cuenta de que soy un gran escritor», escribió. Recomiendo, pues, al lector, que frene su impaciencia y rumie estos aforismos con actitud de descifrador de enigmas. Le pondré tres ejemplos: «Para mí, un intelectual es aquel para quien los problemas políticos son, ante todo, problemas morales». Esta frase resume el comportamiento de Max Aub y de muchos otros contemporáneos que vivieron una vida durísima por mantener la coherencia entre sus convicciones éticas y su acción política. Intelectual no es el que escribe, ni siquiera el que interpreta teóricamente la realidad. No todo filósofo es intelectual. Ser intelectual es tener una actitud ética ante los problemas sociales y políticos, utilizando las ideas y las palabras para intervenir en la vida pública. No hay, pues, intelectual no comprometido. «Escribir es ir descubriendo lo que se quiere decir», lista afirmación, que puede chocar a un profano, resulta muy sugerente para los que nos dedicamos a estudiar la creación lingüística. En el origen de la escritura hay un deseo de decir que aún es impreciso y vago. Pensamos y sentimos en bloque, y el lenguaje nos fuerza a linealizar esas complejidades. Foster dijo con aire de boutade: «¿Cómo voy a saber lo que pienso sobre algo antes de haberlo dicho?». Expresaba, sin embargo, una misteriosa verdad. La palabra nos hace conscientes a nosotros mismos. Por ello, muchas veces, sentimos que la expresión no se adecúa a lo que en nuestro interior permanece todavía informulado, y decimos: «No es esto lo que quería decir». Por esta razón, Aub creía que «callar nunca fue bueno». Si nos mantenemos en estado inarticulado, somos extraños para nosotros mismos y estaremos movidos por pensamientos no pensados, palabras no dichas, sentimientos no aclarados. «No dejar dudas acerca de mi deseo de una economía socialista en un estado liberal». Esta sentencia se opone frontalmente al pensamiento políticamente correcto en boga, que niega la posibilidad de que ambos conceptos —libertad política y socialismo económico— hagan buenas migas. Se supone que ese socialismo igualitario exige una intervención estatal, incompatible con el liberalismo político. En esto, Max Aub se deja llevar de un precepto sencillo y optimista, que mantuvo, creo, toda su vida: «Si sólo sospechas la posibilidad de un mundo mejor, debes obligar a tu propia razón a emprender el camino para buscarlo». Fíjese el llamativo papel que concede a la razón. No basta con que la razón conozca lo que hay, haciendo ciencia. Tiene que buscar la posibilidad de un mundo mejor. De nuevo un impulso creador le lleva más allá de lo real para adentrarse en el camino de lo utópico, de la racionalidad poética, como me gusta decir. Ahora que lo pienso, creo que este título cuadra muy bien a Max Aub. En efecto, Max Aub fue un apasionado racionalista poético. Enhorabuena. JOSÉ ANTONIO MARINA

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